Vino, cerveza y velas en la mesa
/Por Julián Miana
El día que nos comimos ingresé al departamento chico de la calle Rioja. Violeta como vos, todo ordenado, humo de sahumerio y recuerdos escasos en llamadas de teléfonos, recados pegados a la heladera, ropa sin planchar. Ambientes chicos, qué carajo. Mentes chicas, qué carajo, como la nuestra, pendejos de mierda, desconcertados de ser hippies con techo, militantes sin armas, captores de la verdad sin libros ni credencial de periodistas. En esa época tan complicadamente tranquila, solo éramos.
Devoraste mi piel cruda, primero las capas externas. Me afeitaste para no atragantarte cuerpo tan horrible, y me fuiste arrancando la piel de a poco. Te cansaste rápido de la misericordia y apelaste al funcionalismo que, al fin de cuentas, es lo más rápido. Te deshiciste de todo lo que podía llamarse piel, que ocupase centímetro cuadrado alguno en mi cuerpo. Especialmente del pene y los testículos. Arrancaste mis genitales en un solo manotazo, bebiendo la sangre que manaba a borbotones.
Comiste mis piernas cortas para que dejara de caminar. Comiste mis brazos, no podría volver a expresarme con el cuerpo. Comiste mi pecho para que dejara de sentir y abriste mi cabeza. Pasaba el tiempo y yo quedaba, sin recuerdos, sin ideas, sin motricidad. Comiste mis ojos al final para que no viera que me habías tragado por completo.
Éramos uno nosotros dos. La clásica historia de amores distendidos, cada uno en su casa, con su trabajo, la salida a las siete de la mañana de lunes a viernes, y la vuelta a las siete de la mañana los domingos. Cada uno su plata. Cada uno sus libros. Tus ideas, tus gestos, tus expresiones verbales. Vernos el viernes a la noche, ciego yo, tratando de tocarte en los lugares oscuros, tanteando a ver adónde estábamos, adónde me llevabas. Únicamente con el apoyo de tus hombros y tus piernas guiándome, tu boca haciéndome hablar.
Me vomitaste un sábado a las siete de la tarde.
Venía yo pujando para salir. Molestaba a tus intestinos, tu estómago revolucionado daba vueltas, yo intentaba recuperar mi voz y gritaba desde adentro. Tu cabeza dolía.
Vomitaste mi boca y emprendí la cruzada contra los libros que tanto amabas. Eso no es poesía, eso es narrativa de la penuria, y encima de todo, mala. Pésima, como toda la narrativa, la poesía y las alegorías a la literatura situada. Con ustedes los poetas contemporáneos estamos cada vez peor, ¿no te das cuenta?
Elucubraciones de palabras como elucubración, complejos de complicación y todo dicho a la macana, la gente de la puerta se está muriendo de hambre.
Vomitaste mi cerebro. ¿Acaso el pibe de la esquina habla de que la brisa helada golpea su ventana, o dice, acaso, que te has ido y no vas a volver, y eso le duele?
Vomitaste mis brazos. Empezé a ponerte un freno, gesto de la palma completa frente a tu cara. Pude parar tus golpes y arrastrarme de a poco. Abrí tu boca.
Saqué mi pecho y comprobé lo mucho que me dolías. Saqué mis piernas, corrí despavorido ante tu ira. Tu venganza me golpeaba la espalada desnuda, con frases rencorosas sobre lo que podría/debía haber sido.
Saqué mi piel de tu boca y fuimos de nuevo dos. Humanos al fin. Huí.
Ahora parado sobre la intersección entre Maipú y San Martín. Avanzo, estoy solo en un departamento amarillo. Sin libros, sin muebles. No puedo encontrar mi sombra, me la he dejado por ahí. Pero me he liberado, musa, de vos me he liberado.
Vuelvo a ser. En singular.
Salgo de la puerta a la calle ahora, los sábados. Pero también los lunes, los jueves y los martes. Espero encontrar a quién comer. ¿Será que quiero que me coman de nuevo? No. La literatura debe ser otra, el amor debe ser otro. La piel debe ser vomitada otra vez, junto con los pechos y los cerebros. Nos hemos vuelto máquinas de reproducción. Me he desconectado. ¿Podré, ahora, soportar el mundo real?