Explosión
/Por Julián Miana
La mosca abrió sus alas rápidamente y voló cuesta arriba. Sabía que era ínfima, el final de la mesa no podía verse desde el piso, el otro extremo de la habitación tampoco.
Sobre la mesa aparecía un cuadrado gigante, del que salían ruidos y al que llegaban unas cosas alargadas, parecidas a serpientes, pero estas no se movían; a su lado un rectángulo igual de grande del que salía una luz muy tentadora, al que a veces iba a descansar, aunque era ahuyentada por una mano humana gigante.
El humano parecía muerto. Tirado, como esos perros que una a veces apestaba, o esas reses muertas de las que le habían hablado sus primas del campo; pero este emitía ruido, tenía algo atravesado en la garganta por lo visto. Gorgojaba, y las narices se le achicaban y luego se le agrandaban otra vez, y se achicaban, y se agrandaban. Este era un humano peludo, y eso le fascinaba. Mientras más pelos tuviese, mas transpiraría y más de ese rico olor poblaría el aire.
Tan lerdos estos humanos, siempre trataban de matarla con su mano o con algún arma improvisada. Obviamente era imposible; una mosca verdadera -decía- puede anticiparse perfectamente a seres tan poco alertas como ellos.
Pasó de la mesa al brazo del peludo espécimen humano. Al apoyarse, sintió como los largos cabellos humanoides la abrazaban con toda su humedad. Le fascinaba. Era casi orgásmico.
Se despertó en su lugar habitual de residencia por la aparición de una nueva entrada. Salió de su casa sin decir adiós a nadie, a una velocidad que ardía. Tomó el tren temprano, horas antes del trabajo. Llegó a la parada habitual y hoy le tocaba correr una distancia mediana. Día de suerte. Hubo veces que hasta se preguntó si llegaría a tiempo, con lo lejos que quedaba. Tenía que bajar enteramente y era un largo camino. Igual siempre había gente con trabajos peores, gente a la que le tocaban tareas más arduas como procesar números o secuencias de palabras interminables. Él no, no servía para eso.
Recorrió campos gigantes, todos rojos y fibrosos. Excepcionales en el tráfico hoy.
Parecía haber mucha humedad, con razón lo llamaban a él. ¿Quién mejor para días así? De cualquier manera no era lo más fácil. Era cansador y repetitivo. Mecánico.
Pasó por las vías, aún más cercanas a su destino, caminaba con más velocidad cada vez. El tráfico era intenso y nadie saludaba, cada uno se ocupaba en sus cosas, muy ajetreados todos.
Después de ver la rotonda principal tan vacía se dio cuenta que no era un día de trabajo normal, aunque se repitió que era afortunado, porque le habían tocado cosas mucho peores. Bajar a tanta velocidad que tenía miedo de perderse en sí mismo.
Superó la rotonda rápidamente. Venía la parte más complicada del trayecto. Explotar.
Se dirigió al punto exacto con total concentración. Ya se despertaría mañana, para repetir los mismos pasos. Volver al transporte, pasar por donde tenga que pasar. Tal vez el tren si está cerca, tal vez los ascensores, o más bien descensores, si es muy lejano.
Esa era la vida que le había tocado; lo demás estaba fuera de su entendimiento. Hasta es irónico usar la palabra entendimiento.
Explotó, microsegundos después de haberse apoyado la mosca en el brazo del humano. La repercusión de la explosión se sintió en todo el brazo, por una millonésima de segundo, y en aquel milímetro donde la mosca posó sus pequeñas patitas, un poco más. El peludo humano movió la mano y para cuando llegó al lugar exacto, la mosca había volado cuesta arriba.
Sobrevoló por unos ínfimos segundos los alrededores a la boca, los ojos, la nariz, la barba, el cuello, los hombros, el antebrazo, el brazo, las manos.
Se decidió por la humedad de la boca, quería regocijarse en el movimiento involuntario del labio. Aterrizó.
El impulso nervioso salió, listo para otra explosión.