El verso de la pasión

Cuando Javier Jeréz esta semana se murió por un balazo de goma que le dio en el pecho por parte de un policía, los lugares comunes ganaron la escena. Medidas intrascendentes que de ninguna manera frenan la violencia, lamentos que mueren jóvenes, olvidados a la semana. Moralistas que desde un púlpito que puede ser una página o un micrófono quieren demostrar que saben cuáles son las causas que generan la violencia pero que a la semana siguiente titulan que el descenso es una desgracia, un infierno. Que la derrota es el peor de los castigos que puede sufrir un humano. Hipocresía.

El verso de la pasión, o la cultura del aguante, consiste en hacer creer al hincha verdadero y genuino que el fútbol tiene una importancia que cualquiera que se detenga a pensarla seriamente la desestimaría de plano, para que la rueda no se detenga y el negocio siga ahí, intacto.

"Siempre se corta por lo más débil. Debería haber una decisión política fuerte. Basta de alimentar y proteger a los barrabravas que son funcionales a directivos deportivos y políticos", expresó Liliana Suárez de García, titular de la ONG "Salvemos al Fútbol", ante la estéril decisión conjunta de AFA y Estado de prohibir las hinchadas visitantes. Ese Estado que habló de "secuestro de goles" al referirse al manejo privado de las transmisiones. "Es triste, pero ya no me sorprende lo que ocurre. Parece que siempre estamos esperando que ocurra otra muerte. Lamentablemente nos estamos acostumbrando", lamentó la uruguaya que no necesita que nadie le explique nada. Ella misma perdió un hijo en una cancha.

"Sos mi rival, no mi enemigo", canta Ignacio Copani. Nadie le da bola.

Si el golpe no es certero y a la raíz, no sirve. Si el fútbol no se para el negocio sigue. Si no lo para aquel que debe defender a los "buenos", lo deben parar los "buenos" no yendo a la cancha. Entendiendo que ufanarse de no estar en el nacimiento de su hijo por haber ido a la cancha es tan estúpido como llevar a ese mismo hijo a ese lugar el domingo en esta época. Entendiendo que la plata de su entrada va a las arcas de un club manejado por gente que lo utiliza como trampolín político. Que los cánticos que entonan comienzan en un sector de la hinchada, la barrabrava, que no aporta nada a la institución y que la exprime, que hace la "seguridad" del club en los eventos que se organizan y que reciben entradas gratuitas para la reventa, que cuenta con la complicidad de efectivos policiales (que acatan órdenes de arriba), que ven también en el fútbol un negocio para recaudar adicionales. Policías que dejan pasar banderas y bombos mientras miran para otro lado, pero que al hincha común le revisan hasta la oreja.

Si el hincha no va a la cancha ni mira el partido por televisión no hay negocio. Si al bueno no lo cuidan desde arriba, el bueno debe aprender a no exponer su vida.

Lo dicho no es utópico ni lejano. Tras descender, los hinchas autoconvocados de San Martín decidieron dejar de asistir a la cancha después de recibir una brutal paliza por un sector que respaldaba a la dirigencia. La Comisión Directiva sintió la soga económica al cuello y se fue. Pero la barra sigue ahí. Esa misma barra que puso al revés sus banderas cuando recibieron "sólo" 100 entradas, acostumbrados a contar con 1500. Es el mismo club al que entraron individuos armados a apretar al plantel ante un posible descenso de la principal categoría. Es el mismo barrio donde murió en 2001 un pibe, Luis Gerardo Caro, después de que le metieran un balazo.

¿Es nuestra culpa que haya violentos en las canchas?, podrá esgrimir desde su retórica alguien que no está dispuesto a dejar su lugar en la popular. Para nada. Pero el que juega con fuego se quema. Y la cancha está en llamas.

La violencia absurda

No es necesario que un psicólogo o un sociólogo expliquen que en la cancha se dan comportamientos, fogueados por los ánimos caldeados de una masa impulsiva, que en otro ámbito no se darían. Pero no es excusa.

Esta semana se dio en Tucumán un hecho que partió mas de la imbecilidad de su protagonista que de su maldad. José Jiménez, ex jugador de Bella Vista, se encontró con una perra en la cancha y no tuvo mejor idea que tomarla del cuello, ahorcándola, y arrojarla con el objetivo de sacarla de la cancha. El animal rebotó contra la tela alámbrica.

Su estúpida reacción dio vuelta al mundo pero la reacción fue polarizada. Desde las redes sociales se le dijo todo lo malo que puede expresarse en castellano. Desde un sector de la prensa mediante eufemismos se trató de bajarle la tensión al asunto y de retratar al protagonista pidiendo perdón, arrepentido, y mostrando que un "incidente" había acabado con uno de sus ingresos.

Sus explicaciones fueron burdas. Jiménez esgrimió que nadie había querido sacar a la perra del campo de juego. Que el árbitro los había provocado tocándose los genitales. Que el animal había sido ingresado por la hinchada rival y que su intención era "sacar al 'perrito' (como si el diminutivo disminuyera su acción) de la cancha. Cuando se le hizo notar que si Negrita, como se llama la perra, traspasaba la tela hubiese sido peor, intentó exponer incomprensiblemente: "no, porque había gente".

Todo eso, obviamente, lo excusa de lo que hizo. Habría que darle dos perros más entonces a Jiménez para que descargue tensiones. A un Jiménez que probablemente no supiera de la Ley 14.346 de Protección Animal que en su artículo 1 dice: "Será reprimido con prisión de 15 días a un año el que infligiere malos tratos o hiciere víctima de actos de crueldad a los animales". La sacó más barata que los discos truchos que venden en El Bajo.

Mauro Schrotlin

mschrotlin@colectivolapalta.com.ar