Letra de carta
/En la adolescencia la mayoría de las cosas ocurre sin que una se las espere. Quiero decir, todo está brotando, todo está asomando de a poquito por los bordes de nosotros mismos, que estamos apenas descubriendo cómo empezar a ser ‘los de siempre’. Todo lo que nos pasa es un regalo y se parece a llegar a una rotonda en el camino de las posibilidades. La primera vez que miramos por un telescopio puede marcarnos la vocación de astronautas o de poetas, el beso esquivo puede ser más tarde el principio de una certeza, una ausencia a veces nos define el carácter o la forma de estar en el mundo.
Hasta entonces yo no descartaba nada para mi vida: lo mismo podía ser una estafadora que la primera tucumana premio Nobel, campeona de ajedrez, mendiga o economista. Salvo matemática, hubiera podido ser casi cualquier cosa en la vida. Pero algo pasó que, mientras mis amigas descubrían sus vocaciones en el deporte o las ciencias, mientras una se enamoraba por primera vez y otra entendía que esa sería la primera de muchas y peores decepciones, yo me arrimaba a las palabras. Descubrí a esa edad de cosas difusas que podía escribir con relativa facilidad, como si el universo intentara compensar con ello tanta torpeza que tenía yo para casi todo lo demás. No fue una revelación, no lo supe realmente hasta muchos años después, pero algo me hizo un guiño de futuro cuando vi que disfrutaba con las largas composiciones con las que sufrían mis compañeras de curso. Algo se me empezó a hacer piel cuando me di cuenta de que para mí era un juego la tarea de escribir, cuando tuve conciencia del tiempo que me pasaba pensando en la forma de las palabras, en la música de sus combinaciones o el peso lapidario con el que caían encima de una si estaban bien puestas. Leía y escribía en proporciones iguales, todos los días, sin hacer casi nada más. Me sentía como en casa y el mundo de afuera, además ancho y ajeno, comenzó a figurárseme opaco, hostil y prescindible. Al tiempo, y quizá por eso que dicen de que nadie es una isla, empecé a socializar algo de eso que hacía y les mostré a mis amigas lo que venía tramando en papeles. En general eran poemas o pequeñas prosas poéticas que chorreaban clichés, radiografías de una vida a la que todavía no le había pasado nada ‘contable’, o yos líricos claramente robados, escritos ‘a la manera de’, evocando trayectorias vitales y literarias más largas, mejores y más interesantes que la mía. Por suerte mi escaso público lector, igual de inocente que yo, no vio todo eso. Si había críticas, no me las transmitieron y, en cambio, me felicitaron por mi manera de decir, por animarme a hacerlo y, acaso, por el tiempo invertido en algo que no fuera probar el alcohol y chapar con alguien a la salida de la escuela.
Después de eso empezó lo de las cartas. No sé exactamente cómo fueron dándose los hechos, el caso es que al tiempo yo tenía una pequeña e inesperada empresa: la de escribir cartas de amor. Primero los amigos y, más adelante, los conocidos, amigos de amigos, empezaron a pedirme que llevara al papel eso que sentían. Querían que agregara renglones a su ‘te amo’ escueto, que inventara palabras elegantes para eso que me describían con titubeos o gestos soeces, que tradujera a metáforas consistentes el fondo de sus corazones adolescentes, como el mío. Querían decir que no dormían, que nunca habían querido tanto, que se vieron en el cine, que le dedicarían diez canciones, que pasan siempre por la puerta de su casa a ver si por fin se encuentran ‘de casualidad’.
Los de mis ‘clientes’ eran amores enormes como casas, rocambolescos, claros y sin dobleces. Estaban seguros de sí mismos pero les faltaban las palabras, las formas de decirlo. Mi trabajo era envolver ese amor para regalo en aniversarios, cumpleaños o primeras declaraciones. El modus operandi era sencillo: primero me reunía con la persona interesada en una sesión que podía durar entre cinco minutos y una hora y media, según la intensidad y la capacidad de síntesis del solicitante, en la que me contaba a quién quería escribirle, sus gustos y preferencias (si escuchaba rock, cómo pedía el panchuque, su plaza favorita), cómo lo hacía sentir y qué cosas le gustaría que supiese. En esta instancia era común que se desatara un llanto desconsolado y espasmódico de parte del abandonado, o que se hiciera, de pronto, un silencio largo de pensar motivos para cuestiones que no suelen llevarse bien con la razón. La segunda parte era solo mía: consistía en hacerme un tiempo sola para escribir la carta en base a unos poquitos apuntes e impresiones tomadas en la entrevista anterior. Era lo que más disfrutaba del proceso, sobre todo si eran amores nuevos, inocentes estrategias de conquista que se parecían a jugar al ring-raje o tirar una ruleta, esperando que el azar hiciera lo demás. Escribía lo que se me ocurría sin que me diera vergüenza porque al final todo sería de otros y para alguien más, porque no me condicionaba el resultado ni me presionaba el propio corazón. Se trataba de tomar prestados los sentimientos ajenos y hacer con ellos algo que valiera la pena guardar, aunque más no fuera para reírse veinte años después o lloriquear pensando en las cosas que no vuelven.
La tercera y última parte era la de encontrarnos otra vez con el solicitante y leer la carta, a veces en voz alta porque querían recitarla, otras en silencio, hacia adentro. Como fuera, tenía que ocurrir que el dueño de la carta se conmoviera, que sintiera un sacudón chiquito, un golpecito en el estómago, un escalofrío. Tenía que sentir que la sentía suya, a la carta. A veces me salía mal: negaban con la cabeza y me explicaban que no era eso lo que esperaban, que jamás pasaría ella o él de la primera línea por cursi, por seca o por escribir tan en difícil. Entonces había que hacerla de nuevo cuidando los detalles para que las o los destinatarios no sospecharan la trampa de mi voz diciendo detrás de los renglones. Pero la mayoría de las veces terminaban de leerla, emocionados, y me agradecían de todas las formas, como si yo hubiera inventado todas las palabras del mundo, como si les hubiese descubierto un atajo para llegar a alguna parte, construyéndoles un amor a medida, como si fuera mérito de mi letra que quisieran hasta el colmo. Siempre me regalaban algo a cambio: un libro, golosinas, una cerveza, un cuaderno en blanco o una pulserita de macramé.
Yo quedaba como empachada de historias ajenas, conmovida, triste, esperanzada, agotada y, hasta a veces, harta. Escuché cosas que me helaron el pecho porque iban hacia adentro, y otras ardientes, más cerca de la piel, que es mejor no reproducir. Todas me parecían escribibles, aun las más chatas, porque tenían una manera de ser contadas que hacía todo lo demás: lo que los enamorados encargadores de cartas decían iba siempre a bordo de un barco embrujado o de un caballo místico de cuento de otro mundo. Su amor los movía a encargar una carta que delirara con ellos, los convertía en personajes insólitos y buenos, y al objeto de su idilio, en una especie de excepción casi mágica, la chica más linda de la ciudad, el tipo más interesante de todos.
Al día de hoy conservo algunos borradores y confieso que, ya de mayor, reciclé algunas cartas que había escrito para absolutos desconocidos, esta vez encabezadas por nombres que quise yo, sin encargos. Pero sólo algunas. La mayoría de esas cartas me suenan a viejo porque dicen bruto y acelerado lo que después aprendí a decir despacito y dibujado, y huelen a chicle de tutti-fruti y a bolsillos del delantal, a la época en que el amor era un mensaje manuscrito en una hoja Rivadavia.
De mis tiempos de Cyrano de secundaria me quedaron las historias más insólitas, cierto gusto por los amores imposibles y algo así como la vocación.