Banda de sonido: La tristeza y el huracán

Escuchando Entretanto de Mart'nália Ferreira

Illustración de Elena Nicolay | lA palta

 
Não vá agora
Deixa eu melhorar
Não fique triste
Tudo vai passar

En esa época yo estaba tan triste que no podía escuchar ninguna canción sin llorar. Cantarlas era prácticamente imposible. Apenas lo intentaba, me agarraba ese ardor en la garganta que anuncia el aguacero: se me humedecían los ojos y no podía más que llamarme al silencio musical. 

El problema era que yo había decidido ser cantautora, y ese oficio sin canciones se complica bastante. A tal punto me parecía titánica la tarea de curarme de la pena, que hasta juzgaba más fácil y más rápido aprender a cantar llorando, como alguna gente que había escuchado alguna vez. Lo cierto es que esas voces son más bien pocas y vienen así de fábrica, no iban a salirme a mí, un payaso triste que había perdido la voz y el gusto por la música de siempre.

Ocurrió entonces, como suele pasar en las ciudades chicas muy densamente pobladas, que conocí a alguien que ya conocía. A pesar de habernos visto antes las caras y de sabernos los nombres, nos fuimos a conocer por esos días, a charlar, a mandarnos mensajes a deshora, a inventarnos excusas para vernos.

Yo acababa de mudarme a un departamento chico - que me quedaba grande por lo tremendamente vacío- con ruido a tren de carga y adoquines, en el barrio más hermoso de Tucumán. Ella y yo pasábamos las horas muertas haciendo todas esas cosas que no sirven para nada pero que son, al final, las mejores cosas para hacer de a dos. Contarnos la vida, hablar con el gato, hacernos una pizza, , tomar cerveza y aguas saborizadas, comer basura, fumar, charlar en la cama, leernos en voz alta, ver pelis en plataformas y alguna que otra cosa más. No teníamos horarios, ella me visitaba después de las fiestas de madrugada, y los domingos salíamos a caminar buscando ferias abiertas. 

Ahora me parece que fue un tiempo de huracanes y que nos la pasamos bailando siempre en el centro, en el ojo de todo ese lío.

Además de la profesión y de todas estas actividades compartidas, nos unía cierta intemperie y cierta música. Ella también traía su nube negra sobre la cabeza, que llevaba con mucha más gracia que yo y que, a veces, si el mundo de alrededor se callaba, yo podía escuchar tronar. Aparte de la nube, y mucho más luminoso que eso, tenía una voz caudalosa y limpia, cuidadosamente escondida, que empecé a descubrir de a poco, cuando nos pusimos a compartir canciones.

Al principio yo usaba los tres o cuatro acordes que conozco y tocaba, mientras ella, que no se atragantaba de tristeza, le ponía voz. Pasábamos un rato cada día por todas las canciones que yo había querido olvidar, ahora empeñada - gracias a mi partenaire- en cambiarles el signo y devolverlas a la vida nueva. 

A veces, entre toda esa música reciclada, aparecía algo nuevo para mí. Ella me lo traía a capella, tímidamente, a ver si mi corazón y mi guitarra se encariñaban. Me lo cantaba para que la siguiera, despacito, como pasando en puntas de pie por cada nota, y a mí se me limpiaba de a poquito la garganta. Me volvían las ganas de cantar con esos temas que sonaban con guitarra y pandeiro por los parlantes de mi computadora en portugués, una lengua en la que parece imposible ser infeliz.

Você é o remédio/Que me tira do tédio/Quando me faz amar.

“Você é o remédio” cantaba ella, y entre las dos -“rrremédio”- buscábamos el sonido justo, intentando espantar mi vicio francés de la r gutural.

Nunca pude enseñarle a mi mano derecha a tocar esos ritmos. Pasó el tiempo y jamás conseguimos que alguien calificado evaluara nuestra pronunciación de la r. No fuimos nunca a ver juntas a alguno de esos artistas internacionales de música feliz como la que escuchábamos encerradas en mi departamento al borde de las vías del tren. Las nubes negras, las de las dos, se despejaron con el tiempo, y nosotras, las dos, también nos disipamos por ahí, en una ciudad chica pero muy densamente poblada. Tarde supimos muchas cosas, como suele pasar,  y la música siguió sonando. A mi me volvió la voz y aparecieron canciones que no sabía que tenía adentro. Ella siguió cantando mejor que yo y escribiendo, a lo mejor, sobre algo de todo esto, a veces, de vez en cuando. 

Algún día que no sé volvimos a leernos, a charlar y a cantar ya sin tanto huracán.

Hace poco le conté que quiero escribir una sección que se llame ‘Banda de sonido’, sobre las canciones que me teletransportan y le pareció una buena idea. “Por esta voy a empezar”, le dije, “¿te acordás?” Y le pasé en un enlace de youtube “Entretanto”, de Mart’nalia, la canción de la r y la imposible mano derecha. Supongo que cuando la volvió a escuchar también pensó en todo esto. Lembra da nossa música. Ahora sí, sin el huracán y la tristeza.