Banda de sonido: la vida urgente

Escuchando Lucha de gigantes de Nacha Pop

Ilustración de Elena Nicolay

 
En un mundo descomunal
siento mi fragilidad

La mañana del jueves 19 de diciembre de 2001 yo estaba en la escuela, rindiendo el examen final de química. Si lo aprobaba, se terminaba por fin tercer año y empezaban las vacaciones. Todo lo que yo quería en el mundo.

Cuando el examen terminó tuvimos que esperar en el patio de la escuela a que nos buscaran porque, según nos dijeron, no era seguro que saliéramos solas. El centro de la ciudad estaba difícil, a la vuelta habían saqueado un supermercado y decían que en la plaza, para el mediodía, las cosas iban a ponerse peor. El aire parecía más pesado que otros diciembres porque esta vez, además, se sentía espeso, y turbio.

Volví a casa tarde, con un seis rasposo. Aunque ya estaba de vacaciones y en cualquier otra circunstancia esa nota en esa materia hubiera sido más que digna para mí, no sentí la felicidad del desahogo. Las cosas no estaban bien. En la tele, o sea en la capital, la montada golpeaba a unas madres de Plaza de Mayo, un tipo se acercaba a defenderlas, el caballo caía, la policía cambiaba los palos por las armas y seguían las corridas.Todo era caos, humo y sangre.

Esperé a que se hiciera de noche y me metí a la pileta. Debajo del agua se hizo el silencio y yo sentí todo el año hundirse dentro de mi cabeza. Vivía a 1200 kilómetros del lugar donde el país estallaba y el futuro era, para mí, el próximo año de la escuela. Tenía quince, todo me hacía enojar y amaba a mis amigas.  

 
 

Los años que siguieron tomaron, sin querer, la tónica de ese diciembre: lacrimógenos y llenos de humo. Ser adolescente a principios de los dos mil en Argentina era como vivir en una burbuja que flotaba al borde de algo pero que no terminaba nunca de caer. 

Algún día de esa época borrosa vi Amores perros, la película de González Iñárritu y, hablando mal y pronto, me voló esa adolescente peluca que yo tenía. Nunca antes había visto eso de varias historias que después se chocaban en una calle, en un hecho, en un momento. Me hizo pensar por primera vez en cuántas de esas cosas pasarían todo el tiempo sin que lo supiéramos en la vida real y en el pañuelo que es Tucumán, donde todo se amontona.

Claro que no fui la única que se copó con esa película. Varias de mis amigas también la vieron y les encantó porque, además de la historia, tenía lindas frases para anotar en nuestros cuadernos y agendas, salía Gael García con su mirada verdosa y su nariz dibujada, y sonaba esa canción. Era un tema de una banda española de los años 80 que a alguien se le ocurrió poner en esa peli mexicana del dos mil, quién sabe por qué.

Como yo en ese entonces llevaba la guitarra a todas partes y oficiaba como de fonola del grupo, rápidamente entendí que tenía que aprendérmela. Me gustaba esa misión: yo sacaba los temas que hablaban por mí, por nosotras, los tocaba y todas los cantábamos, como si algo de todo eso que decían nos hubiera pasado ya. 

Esa canción empezó a formar parte del repertorio obligado, una que sabíamos todas nosotras pero que no sabía todo el mundo. Me acuerdo que arrancaba rasgando en sol mayor y cuando la secuencia de acordes iba por el mi menor ya todas sabían lo que venía:

Lucha de gigantes/ convierte el aire en gas natural

Creo que lo que pasaba con esta canción, a diferencia de todas las demás, era que esta era solo nuestra. No nos importaba o, a lo mejor, ni sabíamos que miles de españoles de otras generaciones, mucho mayores que nosotras, la conocían de memoria. Nos daba igual. Nosotras sentíamos que la habíamos descubierto y que hablaba de nuestra vida, de estar creciendo todos los días y de lo raro y difícil que empezaba a volverse todo.

En un mundo descomunal/ siento mi fragilidad.

Nos íbamos de campamento, tomábamos Dr. Lemon y la cerveza más barata, fumábamos en el estacionamiento de frente de la escuela, dormíamos amontonadas en el living de la casa de alguna y escuchábamos bandas en el club Caja o en CC. Los chicos tenían granos; las chicas odiaban sus cuerpos y dejaban de comer o se daban atracones y después iban al baño a vomitar. 

Monstruo de papel/No sé contra quién voy/¿O es que acaso hay alguien más aquí?

El amor era un problema entretenido pero todavía difuso, nadie parecía entender muy bien su propio deseo. Pensábamos que estaba todo mal hecho y que había que hacer algo, pero no sabíamos por dónde empezar. Vivíamos todo intensa y descaradamente, teníamos miedo pero solamente lo dejábamos salir en algunas charlas de madrugada o en las canciones que elegíamos y adoptábamos para siempre.

Vaya pesadilla/ Corriendo con una bestia detrás/ Dime que es mentira todo/ Un sueño tonto y no más/ Me da miedo la enormidad/ Donde nadie oye mi voz.

En alguna parte nuestra intuíamos que estábamos al final de algo y que, lentamente, empezábamos a rozar con el enorme mundo de los adultos. En ese mundo,y en el país de los dos mil y pocos, ocurrían las cosas serias y definitivas. Lo sabíamos. Por eso nos abrazábamos en un estribillo intentando un refugio y nos cuidábamos de no dejarnos por ahí el nombre, o eso que éramos, en el camino de hacernos grandes.

 
 

Con el tiempo nos pasarían todas esas cosas que cantábamos y temíamos. Nos derrumbamos y nos hicimos fuertes muchas veces, igual que el país que sobrevivió al 2001. El dvd de Amores perros se llenó de tierra en la última repisa, igual que los dvds y los videoclubes que se perdieron para siempre ante el imparable avance de las últimas tecnologías. La canción sobrevivió como ya lo había hecho, de los años 80 al tiempo en que la conocimos, y cada tanto se me aparece en las listas aleatorias que me arma alguna plataforma. Cuando empieza a sonar algo se me da vuelta. A lo mejor, son los años. 

En una agenda me quedó una frase de la peli. Uno de los personajes, un viejo que vive aislado del mundo y rodeado de perros, habla con su mujer después de muchos años de haberse perdido y le confiesa: "Quería componer el mundo para después compartirlo contigo. Te habrás dado cuenta de que fracasé".

Nosotras queríamos lo mismo que ese viejo, arreglar el mundo pero para nosotras, entre nosotras, para hacérnoslo más habitable. No a futuro, porque eso no existía, sino ya mismo.

Todavía hoy no sé si lo logramos o no.