Sunalúz

Collage: Julieta Pérez | La Palta

Hay gente que una siente que ha conocido siempre. Son esos amigues que aparecen en algún momento de la vida pero podrían haber aparecido en cualquier otro y suele darnos la sensación de que alguien nos estafó porque es increíble no habernos cruzado antes. Cómo es que no fuiste a mi escuela, por qué no estuve en la colonia de vacaciones donde pasabas todos los veranos, dónde anduviste todos estos años. Son amigues-espejo, perfectas y previsibles amistades para toda la vida. Con esa gente no hace falta prologarse a una misma, una se entiende y se quiere sin el menor esfuerzo, y encontrarse por fin se vive como la esperada revancha a tantos años de ausencia.

Pero como la amistad es un asunto complejo y tiene muchas formas, también hay otras. Están las de toda la vida, las de la adolescencia, las circunstanciales y un tanto insólitas, las breves, las que salen de un amor, las de compartir una pasión. Hemos tenido amistades de todo tipo, tenemos algunas que ya no son, tenemos amigos perdidos y amigos muertos, amistades peligrosas, no importa el lugar, para saber cómo es la soledad y otras canciones más, y no alcanza el día por año que inventaron para hablar de ellas.

Hace unos quince años me hice un amigo que hablaba una lengua que yo apenas había escuchado en algunas películas. Era un tipo medio cabeza de termo, metalero, confianzudo y metrosexual: la clase de gente de la que yo, generalmente, huyo. Yo tenía veintipocos, él, un par más, y habíamos aterrizado en una ciudad pequeña de un país que no era el de ninguno de los dos. Fue él lo primero que me encontré en ese lugar: antes de los quesos ricos, antes del vino y de la nieve, estaba él. 

Al poco tiempo descubrimos que, aunque no hablábamos la lengua del otro, nos entendíamos perfectamente, porque “fa un freddo del cazzo” en tucumano se traduce literal, y que los dos éramos puteadores y que a los dos nos gustaba ver fútbol en la tele y El resplandor de Kubrick. 

Un martes en medio de la noche nos fuimos a tocar la guitarra y tomar cerveza bajo la glorieta de una plaza frente a la estación. De madrugada los trenes de alta velocidad pasaban de largo, como un rayo, y haciendo muchísimo ruido. Ese mes mi amigo había perdido a su madre de un cáncer fulminante, como un rayo y haciendo mucho ruido, tanto, que no le había dado tiempo ni de llorarla. Después de tocar la guitarra, nos fuimos al borde del andén, y guardando cierta distancia esperábamos a que pasaran los trenes. Cuando entraban en la estación, empezábamos a gritar. Con todas las fuerzas gritábamos, de impotencia, de miedo o por sacarnos el monstruo de adentro. Pasaban rapidísimo, nadie escuchaba nada excepto nosotros y, quizá, algún pasajero despierto en el interior del tren. Lo hicimos ese día de la glorieta de la plaza y un par de veces más, para volvernos después caminando a casa, en el silencio de la madrugada, livianos y serenos.

Fueron varios meses de vivir juntos, raros, intensos y, probablemente, definitivos para la vida de cada uno. Él y yo compartimos, por un tiempo, la única experiencia capaz de reunirnos, el 0,01 en la probabilidad. Ahí, en ese hueco, nos conocimos y nos cuidamos. Y con eso basta.

Hay algunos amigues que entran en la categoría de hermanos quizás porque, como los hermanos de sangre, están desde el comienzo de todo, o casi. Las amigas de la escuela son esa gente peligrosa que conoce nuestras historias más bochornosas y que, en general, gustan de compartirlas en eventos sociales frente a gente seria, a completos desconocidos o a nuevas novias. También suelen ser las primeras personas en recordarte quién sos y de que estás hecha, cuando todo lo demás parece borroso. Porque además de tus papelones, se acuerdan también y mucho más, de tus mejores gestos.

Los amigues de toda la vida son esa gente con la que hicimos y deshicimos el mundo miles de veces, cuyas madres nos miman como a hijas y a cuyos hijos mimamos como tías, porque el amor funciona como un legado. Es gente con la que se habla siempre o muy de vez en cuando pero da igual: cuando se lleva conociendo a alguien más de la mitad de la vida, el tiempo se vuelve algo muy relativo.

Tengo un amigo que todo el mundo piensa que es mi primo porque nos conocimos antes de conocernos a nosotros mismos, cuando no sabíamos ni hablar. En una época fuimos vecinos, y ahora vivimos en países que limitan entre sí. Nos reímos de los europeos en audios impublicables y la última vez que nos vimos celebramos cada uno de nuestros cumpleaños visitando al otro en su ciudad. La geografía también es un detalle cuando nuestro espacio compartido fue la infancia y crecimos para ser estos parias raritos que siempre andan buscando su lugar.

Con el tiempo, empezás a hacerte amiga de la gente que se conmueve con las mismas cosas que vos. A veces, sobre todo de grande, elegís a algunos de tus amigos entre los que lloran con las mismas películas o comparten tu vocación por la música, por algún deporte o por la cocina. 

Mis amigues que cantan y hacen canciones son una cosecha de la parte adulta de mi vida, igual que los de la militancia, en ambas latitudes.

Tengo una amiga musical que, en un año triste, iba a buscarme con su auto todas las madrugadas de julio y me metía en un estudio de grabación. De ese gesto suyo salió un exorcismo y un disco que quiero tanto como la quiero a ella.

De grande y lejos de casa me hice amigues de otros lados que se sintieron extrañamente familiares y me quedé con ellos porque me sentí a salvo en este mundo ancho y ajeno.

Alguien decía que la patria son dos amigos. Yo, un toque más optimista, creo que quizás sean un par más, pero que sin duda son la casa, aunque no vengamos del mismo lugar.