Ni una menos: detrás del reclamo

Fotografía de Nicolás Tuero

Fotografía de Nicolás Tuero

En mayo de 2015, en Rufino, Santa Fe, Chiara Páez, una adolescente de 14 años fue asesinada a golpes por su novio de 16. Estaba embarazada. La noticia de este femicidio conmovió a gran parte de la población argentina. Los medios de comunicación, los funcionarios, los periodistas, jueces y artistas se mostraron afectados. El de Chiara fue uno de los 286 femicidios que la organización feminista La Casa del Encuentro tiene registrados para 2015.

El fenómeno de Ni Una Menos describe una dinámica compleja; se torna difícil comprender cómo funciona la mecánica social alrededor de éste. ¿Por qué el asesinato de Chiara marcó un quiebre? ¿Por qué produjo la movilización que no se generó con las otras 285 víctimas del 2015 ni con las 2100 que murieron entre 2008 y el caso de Chiara? Seguramente el impulso de algunas reconocidas periodistas generó el movimiento inicial que terminó en una ola de apoyo. En su masividad, el Ni Una Menos encontró también la presencia de mediáticos que, por la incontenible necesidad de aparecer o, quizás, conmovidos genuinamente por un movimiento masivo, se mostraron apoyando la causa durante el tiempo que la temática logró sostenerse en la agenda para luego volver a la dinámica frívola de puteríos y mujeres “entangadas” que dominan el panorama mediático nacional. Sin embargo este apoyo fue un importante aporte. Pero si con esto encontramos una posible respuesta a esta primera pregunta surgen aquí otras: ¿Por qué en los casos de Melina (la de los muchos boliches y el poco estudio), María José y Marina (las chicas que viajaban “solas” por Perú) o Micaela (la de los perfiles de Facebook) encontraron más justificativos que condenas?

Un elemento adicional que cabe examinar, en el mismo camino, es por qué después de una toma de conciencia tan masiva sobre el tema de la violencia de género las estadísticas no se movieron un ápice y entre la movilización del 3 de junio de 2015 y la convocatoria de este viernes se produjo prácticamente la misma cantidad de femicidios que se provocaron un año antes de que se desarrollara el fenómeno (277 femicidios en 2014 y 275 entre el 3 de junio de 2015 y el 3 de junio de 2016).  Una posible respuesta a esta complejísima pregunta, se encuentre, quizás, a nivel cultural.

La cuestión de la cultura es un debate a nivel académico que lleva muchos años y que es de difícil explicación y sintetización. Sin embargo, para simplificar la cuestión, podemos decir que las culturas (en plural) son las formas que las diferentes sociedades desarrollan a lo largo de su existencia para relacionarse con su entorno, entre sí y en su interior. Es decir, las diferentes maneras en que los individuos se relacionan están mediadas por construcciones históricas que los preceden. Estas construcciones son estructuras que mantienen cierta estabilidad en el tiempo pero que, sin embargo, se modifican lentamente. De la misma manera podemos decir que no son conjuntos homogéneos, sino más bien bastante contradictorios; conviven en ellas corrientes que, en términos lógicos, se contraponen. Estas estructuras de significación se transmiten, se difunden entre los individuos siguiendo ciertas reglas y esta difusión está a cargo de instituciones formales (sistema educativo, sistemas religiosos), más homogéneas, o instituciones menos formales como las familias o los medios de comunicación. Un elemento curioso en este sentido es que esta difusión, además, es transmitida por quienes se ven beneficiados por estas construcciones porque adquieren en ellas diferentes lugares de poder y por quienes se ven perjudicados por ellas. Aquí se infiere que estas estructuras generan posiciones desiguales entre los individuos. En esquemas sociales anteriores había reyes, señores y siervos, hoy la diferencia es más sutil.  

Yendo a lo que nos compete, y siguiendo esta explicación, podemos deducir que las formas en la que se relacionan los hombres y las mujeres son estructuras construidas históricamente que varían de sociedad en sociedad y también al interior de estas. Es decir que dentro de una sociedad existen diferentes formas en las que los hombres y las mujeres se relacionan: hay algunas que se repiten en una mayor proporción de la población (las hegemónicas) y son entendidas como naturales y hay otras que se contraponen y buscan modificar las reglas establecidas (son alternativas). Estas construcciones están mediadas, también, por otras construcciones sociales que las modifican y ayudan a determinarlas: por ejemplo, la clase social. Estas formas hegemónicas no son estáticas y las relaciones que se establecen con las alternativas no siempre son de confrontación. Un ejemplo: en el debate por matrimonio igualitario se enfrentaron abiertamente una forma alternativa de entender y practicar una unión civil entre dos personas y la idea tradicional de la pareja heterosexual. Allí la confrontación alcanzó un punto donde no  existía posibilidad de negociación y se saldó a favor de las alternativas, pero no porque sí, sino como producto de la aceptación cada vez más generalizada de la existencia de las diferentes formas de experimentar la sexualidad. Esto demuestra cómo las estructuras culturales se van modificando en el marco de los conflictos que enfrentan diferentes perspectivas.

En el caso de la relación hombre/mujer, pese a la gran cantidad de conquistas que el movimiento femenino ha conseguido desde los años 50 del siglo XX hasta hoy, las formas hegemónicas están marcadas por la superioridad (construida) del género masculino. Si pensamos históricamente, basta remontarse 100 años en el pasado para comprobar la total sumisión en la que vivían las mujeres en relación con sus padres, hermanos o maridos. En el presente esa sumisión, que ya no tiene expresiones legales que la sostengan, se mantiene, atenuada, en el campo de lo simbólico. Existe, pues, una inequitativa distribución del poder. Es debido a esta relación desigual que entendemos que no es lo mismo el asesinato de un hombre que el de una mujer. En nuestras sociedades, en nuestras formaciones culturales, el varón mata a la mujer porque cree que tiene el derecho de hacerlo, porque, siendo una posesión, está entre sus potestades. Claramente esta no es una idea generalizada que se expresa a viva voz, sino que es un mecanismo que funciona a nivel inconsciente. La mujer es simbólicamente menos; es por eso que en una pareja suele ser el hombre el que maneja el auto, el que trabaja, el que dispone del control remoto. Es por eso que el hombre puede ser infiel y la mujer no. En una sociedad en la que el amor se experimenta como la posesión de un/a otro/a la fidelidad adquiere un carácter capital. Pero, como dijimos, las culturas son construcciones contradictorias y esas contradicciones se tornan, a veces, muy carnales. Los hombres infieles son festejados, las mujeres infieles condenadas. Y esta frase que se ha escuchado mucho es parte del sentido común, una expresión consciente de las contradicciones inconscientes, una expresión, también, de la diferencia en el ejercicio de la sexualidad.

Los varones, los machos, están en el vértice de la pirámide social, por debajo de ellos están las mujeres y después siguen quienes ejercen una sexualidad alternativa. Éste es el esquema cultural que hay que combatir. Allí se condensa el axioma de la violencia de género, que es de género porque es ejercida desde los varones heterosexuales, en una posición de poder, hacia las mujeres y las otras expresiones de la sexualidad. Allí está el gérmen de las mujeres “entangadas” que lo único que tienen para ofrecer en los programas de televisión es un cuerpo canónico como expresión de una triste realidad, la de un cuerpo que es un objeto que los hombres pueden adquirir y poseer.     

Pero, como dijimos, hay otras corrientes dentro de la cultura que buscan modificar las formas de relacionarse.

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Si el problema está en la cultura la solución es un largo camino que hay que comenzar a transitar con urgencia. El apoyo del Estado es imprescindible, sin embargo las perspectivas no son buenas.

Durante los dos gobiernos que encabezó Cristina Fernández la situación de la violencia de género sólo fue empeorando en cuanto a femicidios se refiere. El informe de La Casa del Encuentro muestra cómo desde 2008 (208) hasta 2015 (286) los números de femicidios aumentaron paulatinamente. Sin embargo el periodo kirchnerista terminó su mandato con una escasísima partida presupuestaria destinada al Consejo Nacional de las Mujeres (el 0,0055% del presupuesto nacional se destina a este organismo) y con muy pocos refugios para mujeres víctimas de violencia en todo el país. Esta situación ha sido ampliamente denunciada por las organizaciones feministas durante los últimos ocho años. Pero si las políticas del kirchnerismo fueron, por lo menos, insuficientes, la perspectiva actual no es en absoluto alentadora. Hasta el día de hoy no se presentó ninguna propuesta de políticas que busquen iniciar ese camino necesario. Por el contrario, los funcionarios del nuevo gobierno son conocidos por su adhesión a las estructuras tradicionales. En 2014 el PRO lanzó un folleto que, bajo la consigna PROtegete, invitaba a las mujeres a evitar la vida sexual como forma de evitar el contagio del VIH. La campaña incomprensiblemente sexista produjo una ola de rechazo. Sin embargo son quienes hoy deciden las políticas públicas.

Queda claro que la transformación deberá continuar siendo impulsada por las organizaciones de la sociedad civil, por lo que es necesario hacerse eco de las propuestas que impulsan y tratar el tema con apertura y seriedad. Las modificaciones en las prácticas sociales son difíciles de encarar, porque las estructuras que funcionan a nivel inconsciente nos impiden ver que nuestros gestos cotidianos alimentan el machismo y la misoginia que mata casi a diario a una mujer. La solidaridad, además debe dejar de ser ejercida de manera selectiva, es decir con aquellas víctimas que se nos parecen, por su condición de clase, por sus prácticas sociales o, mejor dicho, por las nuestras. Entender que las víctimas son víctimas más allá de su poder adquisitivo, su formación académica o su color de piel. Porque el machismo también es parte de una cultura que tiene como principal característica la desigualdad: de género, económica, social. La lucha por una sociedad sin machismo también es una lucha por una sociedad más justa.