Lo que quedó de Micaela

Fotografía de Elena Nicolay

Fotografía de Elena Nicolay

Por Daiana Borquez*

Micaela es mucho más que un nombre. Ella nos interpela con su sonrisa, con su foto con los chicos del barrio. Su imagen feliz con la remera del colectivo Ni Una Menos, trágica paradoja, nos golpea directamente en la cara. Nos muestra sin tapujos la imagen viva de la impunidad.

Si algo nos quedó claro después de Micaela es que nadie está a salvo. Ni siquiera las que somos conscientes de la situación de opresión en la que vivimos: ni la universitaria, ni la militante, ni la empoderada, ni la de clase media o alta. Ya no es un problema de tamaños de falda o escote; Micaela se abrió camino con su imagen de compromiso social entre la tendencia siempre reinante a culpabilizar y revictimizar a las víctimas. Nos mostró lo que muchas no pueden ni aun con su muerte. Ni los medios y su labor por banalizar la noticia pudieron borrar su otra cara: la Micaela que tenía sueños y proyectos.

Este femicidio logró visibilizar, como ningún otro, la hipocresía de muchos que vieron en ella todo lo que desprecian: una mujer libre, dueña de sí misma y acérrima defensora de sus ideas. Micaela logró con su historia de vida un viraje, más allá de la foto del horror que buscan a toda costa obtener los medios. Logró que relacionemos su muerte con la matriz ideológica, social y política que la generó.

A Micaela se la sigue odiando de varias formas porque el odio está depositado en su ser: en su ser mujer, en su ser político, en su ser en el mundo. Esto queda demostrado incluso en las declaraciones de algunos funcionarios públicos, a los cuales ni siquiera la investidura que representan pudo contener o disfrazar el regocijo por su asesinato. Micaela nos hace repensar a nosotras, sus compañeras de lucha, qué hacer con esto que nos dejó. Nos hace buscar en medio de un dolor desgarrado formas de llenar el vacío, de canalizar tanta bronca e impotencia que no cabe en el pecho: por su asesino, por los que intentaron matarla desde siempre, por los que siguen intentado matarla después de su fallecimiento.

A partir de Micaela se disparan múltiples sentidos e interpretaciones de lo que pasó. También posibles soluciones que se desprenden de los ya viejos y conocidos discursos, pensados siempre en términos dicotómicos, sin grises ni matices entre la mano dura y la severidad de la pena, y la posibilidad de la prevención de estos hechos aberrantes.

Si hay algo que también quedó muy claro, a partir de Micaela, es que lo personal es político. Porque su femicidio nos interpela con varios interrogantes que nos llevan a pensar el entrecruzamiento entre estas dos vertientes y su conexión causal con el horror que padeció. Después del dolor y la bronca, los que soñamos con un mundo sin mujeres asesinadas nos preguntamos en el afán de querer comprender: ¿Qué hace que un determinado sujeto pueda arrastrar consigo tanta violencia y desprecio por la condición humana sin conmoverse o registrar culpa en grado alguno? ¿Qué parte de un sujeto que comete tamaño acto de crueldad, tiene que ver con una estructura psicopática o perversa y qué parte se relaciona con el peso del sistema heteropatriarcal, machista y opresor que lo generó como sujeto?

Cuando el juez Carlos Rossi decidió liberar a Sebastián Wagner, recibió un informe del equipo técnico del sistema penitenciario donde se leía claramente sobre el mismo que “no alcanzaba un análisis profundo y sentido respecto de los actos reprochables que cometió. Sin presentar indicadores de compromiso afectivo en relación al delito cometido y sin una genuina valoración respecto del daño producido”. Ante esta aseveración del equipo técnico, el juez Rossi consideró que los peritos “se han apartado de la finalidad que inspira a este Instituto, con argumentaciones subjetivas de difícil refutación, desvirtuadas por las constancias probatorias arrimadas a esta secuencia, Wagner se encuentra posicionado favorablemente para acceder a la soltura anticipada de la manera por él impetrada”, otorgando a Wagner, de este modo, el beneficio de la libertad condicional solicitada por su abogado. 

Me gustaría como profesional psicólogo, decir que el juez Rossi es el primer y único juez que hace caso omiso a una pericia, que no tiene en cuenta la perspectiva de género a la hora de dictaminar un fallo, o que desprestigia un saber que no es el suyo por considerarlo “subjetivo”. Me gustaría decirlo, pero claramente estaría mintiendo. Este escenario se repite día tras día, hora tras hora, tanto en la Justicia como en todos los poderes del Estado.

Me gustaría creer que de cumplir los dos años de condena que faltaban por sus anteriores delitos sexuales, Wagner no hubiera reincidido y agravado la figura de lo que habían sido hasta el momento violaciones cometiendo homicidio. Pero ante esa sola posibilidad, tristemente bajamos la mirada, porque estamos casi seguros de que tal vez no hubiera sido Micaela, pero hubiese sido otra la víctima.

Me gustaría creer que la cárcel cumple su función de reinsertar a la sociedad y no, como sucede en la mayoría de los casos, despersonalizar aún más, arrasando brutalmente lo poco que queda de subjetividad y registro del otro.

¿Qué se hace ante esta situación? ¿Cómo evitar caer en las recetas comunes de muchos, que ven como la única opción “hay que matarlos a todos” o “no pueden volver a salir nunca más”?

¿Qué hacer para que esto no solo quede, como siempre, en una modificación de las penas en el mejor de los casos?

Sigmund Freud, quien, además de haber sido uno de los máximos representantes del conocimiento de la mente humana fue un apasionado y sagaz analista de la cultura moderna, sostenía que toda psicología individual era, al fin y al cabo, psicología social. Asimismo, nos recordaba que las tres vertientes fundamentales por las cuales la cultura nos atravesaba y preparaba para vivir en sociedad —educar, gobernar y curar— contenían en su esencia algo de imposible. En otras palabras, dejaba establecido que, a pesar de los esfuerzos de cualquier sociedad por realizar estas tres actividades a la perfección, quedaría siempre un resto, un plus de goce, que a nada podía ligarse ni de ninguna forma simbolizarse. Palabras más, palabras menos, Freud nos marcaba que vivir en sociedad nos llevaba a lidiar siempre con algo —sujetos, acciones, etcétera— ingobernable, ineducable o incurable.

Eso que no fue atravesado por la ley, y los efectos intolerables que conlleva, es lo que durante siglos se intentó matar o, en su defecto, encerrar en la prisión, en los manicomios. Ahora bien, ese algo intolerable, destructivo y agresivo también habita en nosotros, los que estamos fuera de los contextos de encierro. Es lo que se cuela o se filtra en el discurso de muchos, en el chiste misógino, en el acoso laboral, en la violencia obstétrica, en el acoso callejero, aunque no se llegue al punto de matar y violar. Eso irrepresentable mostró su peor cara desde la miseria humana de muchos que volvieron a ultrajar simbólicamente a Micaela una y otra vez.

Volvemos a matar a Micaela cuando un periodista advierte su irresponsabilidad al momento de salir sola de un boliche a las 5 am, con la idea de que “en cualquier lugar del mundo a ese horario existe un toque de queda”. Restaría devolverle la pregunta. ¿Para quiénes es ese toque de queda y por qué tenemos que obedecer esta imposición mediante el horror y el miedo en un Estado supuestamente democrático?

Volvemos a matar a Micaela cuando en nuestra sed insaciable de justicia pedimos destitución de jueces y endurecimiento de las penas, pero nos olvidamos de hablar de ese “resto”, de esa prisión que sabemos, seguirá reproduciendo y multiplicando su efecto devastador. ¿Y después de la prisión, qué? Algún día, tarde o temprano, reaparecerá lo que se quiso esconder.

Volvemos a matar a Micaela cuando no visualizamos que su vida fue el ejemplo de todo lo contrario. Porque ella y su lucha eran los de alguien que apostaba a educar, gobernar y curar. Siempre consciente de que la enorme desigualdad reinante les negaba a muchos esos derechos.

Matamos una y otra vez a Micaela si dejamos que se pierda la pregunta que viene después de su muerte y a partir de lo que fue su hermosa vida. ¿Hemos llegado como sociedad a poder distinguir lo incurable, ineducable e ingobernable de la realidad de exclusión en la que muchos están signados por su pertenencia de clase? Y cuando digo esto no solo menciono a las clases bajas, también media y altas, donde está excluida la posibilidad de obtener saberes sobre el género. Hablo de instituciones educativas donde está prohibido preguntarse por la desigualdad, por la sexualidad, fomentando la pedagogía sexista del odio.

Nunca vamos a saber con objetividad hasta qué punto se genera un sujeto perverso o si es la sociedad misma la que —bajo sus efectos perversos— reproduce la desigualdad de género y la cultura del abuso desde hace siglos, hasta que no logremos ese país que Micaela soñaba. Ese país que sus padres prometieron defender entre lágrimas, donde la cárcel no sea el destino inexorable de los pobres ni la opresión el de las mujeres.

Los femicidios no se van a detener solo con penas más duras si no somos capaces de indagar el terreno social, económico, político e histórico donde se levantan los cimientos de un femicida. Mientras no tengamos justicia social, nunca vamos a poder diferenciar qué es “resto” y qué es producto social de esta cultura represora y machista por excelencia.

Lamentablemente, en unas horas, estaremos ritualizando sobre la muerte, tratando de poner una palabra allí donde no se puede, llorando sobre los restos que nos dejó su asesino, que no son más que los restos de un cuerpo que amó, que habló, que luchó y fue el sostén de un espíritu libre. Hoy ese cuerpo ya no está más y ese es un dolor que no cabe en el pecho, que sabemos que nos acompañará siempre, pero que también transformaremos en lucha. Para ello, debemos levantar bien alto, como banderas, las preguntas que nos dejó Micaela. Las preguntas por lo social, por el amor y el odio, por lo imposible y lo posible.

Mientras haya una pregunta, Micaela seguirá siempre viva en cada uno de nosotros, porque son las preguntas por un mundo mejor las que no pueden matar los asesinos ni sus cómplices. Porque hoy a Micaela no la enterramos, la sembramos por todos los rincones.

*Daiana Borquez es psicóloga especializada en Terapia Familiar Sistémica e integrante de la Comisión de Derechos Humanos del Colegio de Psicólogos de Tucumán. También es parte del equipo interinstitucional de acompañamiento a testigos víctimas en el marco del juicio Operativo Independencia.