Modales urbanos
/No son muchos. No siempre están en las mejores condiciones. Algunos son vulnerados y muchas veces ignorados. Grandes o pequeños, llenos o vacíos, intactos (los menos) o con el fondo agujereado, los basureros de la ciudad tienen mucho qué decir de la gente. También habla por sí misma la naturalidad con la que cientos de personas dejan caer envoltorios, tickets y objetos varios en la vía pública. Desde el niño que, en presencia de su madre, arroja con convicción y hasta puntería una cajita de jugo de frutas bajo las ruedas de un auto, hasta el joven que descarta su cigarrillo después de la última pitada, pareciera que lo único que importa es deshacerse de lo superfluo sin demoras, sin detenerse siquiera a buscar de reojo ese recipiente concebido para recibir los despojos de la vida cotidiana.
Otros males urbanos acechan al peatón desprevenido. Las veredas en mal estado son ya un clásico, obligando a quien las transita a alejar la mirada del prójimo y concentrarse en la geografía de baldosas desparejas para evitar el tropezón y la caída. Las mesas de los bares y confiterías se amontonan de pared a cordón, condenando a deslizarse con precisión ninja entre las sillas para alcanzar el otro lado. Los deshechos que decenas de dueños de mascotas se niegan a levantar, como si una vez expulsados dejaran de ser su responsabilidad, se multiplican de vereda a vereda. Y ni hablar de las puertas que se cierran en las propias narices porque quien pasó antes jamás se detuvo a ver si alguien venía después de él.
Son tiempos egoístas, donde vale más un empujón que pedir permiso. Donde ya es normal que la nota posterior a los festejos del día del niño o del estudiante sea el estado deplorable del Parque 9 de Julio. Donde colarse en la fila para pagar una factura es moneda corriente. Donde lo que se hace, dice, piensa o comete es reflejo de una sociedad que ya se olvidó de convivir y se acostumbró a sobrevivir.