El documentalismo como herramienta de cambio

Fotografía cortesía de APA

Mucho tiempo ha pasado desde la invención de la cámara oscura, que permitía fijar imágenes, o de la primera proyección que realizaron los hermanos Lumière con el cinematógrafo. Desde esos momentos, las posibilidades de comunicar con imágenes han avanzado a pasos agigantados. En algunos países, como Estados Unidos, el cine se ha convertido en una industria millonaria y con ello la cultura del pochoclo se ha impuesto a lo largo y ancho del planisferio. Pero también está la otra cara de esta revolución. La cara de las producciones que conciben al audiovisual como una herramienta de cambio social, de lucha, de denuncia. “El documental tiene que reflejar una realidad. Mostrar las voces que no se ven. Para nosotros la concepción del documental es mostrar procesos y contextualizarlos”, afirma David Nardelli, de la Agencia de Prensa Alternativa (APA), un espacio de periodismo documental de Tucumán que la semana pasada presentó el capítulo dos de su segundo documental.

En los últimos años, la producción del llamado documental social ha crecido de la mano de la apertura de escuelas de cine y de políticas públicas que permitieron la mejora de las producciones en cantidad y calidad. Para Juan Mascaró, profesor de la Escuela de Cine de la Universidad Nacional de Tucumán, hay dos grandes grupos de documentalistas sociales. En el primer grupo están los que empezaron a hacer documental desde antes del 2001, donde la experiencia viene dada desde la autogestión. El otro grupo, hijo de las políticas de Estado del 2003 en adelante, está compuesto por los que filman con fondos públicos lo que, por un lado, ha logrado acercar la herramienta del documental a mucha gente pero, según Mascaró, tiene sus riesgos. “Es un poco esta idea de que ‘si no hay 300 mil pesos yo no muevo un dedo’, es decir, el documental un poco viene porque hay una subvención y eso (…) también implica cierta sujeción a una mirada”.

Para el profesor de cine y documentalista, el resultado de la inversión del Estado en el cine es muy positiva en los casos de los grupos que trabajan desde hace años con el documental ya que potencia el trabajo y brinda mayores posibilidades técnicas. En gran parte de los otros casos, las producciones tienen lo que él llama una mirada folclórica, es decir, producciones que dan un “encuadre placentero de la vida de los pueblos”. De esta manera se invisibiliza la conflictividad de los procesos sociales que es, en definitiva, lo que debería ser el motor de las historias que se cuentan. “Lo veo mucho en lo que producen muchos estudiantes de cine, en varias universidades. Hay un cine que está muy instalado donde se tratan estos temas de vacío existencial (…) que es muy propio de las clases medias y acomodadas”. Esto, según Mascaró, también repercute en la producción del documental social y hace que muchas veces carezca de una mirada crítica y una profundización de los conflictos. Se otorga a los sujetos el papel de víctimas y se produce desde una mirada lastimosa. “Yo creo que hay que mostrar, en todo caso, la lucha y las reacciones de individuos y grupos a partir del problema”, enfatiza, y asegura que si bien minoritariamente, esto se está haciendo.

APA es uno de los grupos que, desde la autogestión, viene produciendo un documental de tipo social en la provincia. El objetivo, tal como explicó David, es mostrar y analizar aquellas realidades que son invisibilizadas o tratadas superficialmente por los grandes medios. Así, su primer trabajo documental fue “Costanera”, mostrando la experiencia de una radio comunitaria en uno de los barrios más marginados de la provincia. Y su segunda producción documental es “Rehenes”, cuyo objetivo es develar el pacto político-policial que se produjo en diciembre de 2013 y derivó en robos, saqueos y muertes. David manifiesta que las producciones se realizan en el marco un proceso en conjunto con los actores y situaciones que se abordan. Una vez terminado, cuenta, vuelven y continúan con el proceso. “Nos interesa mostrar el análisis y abrir la discusión de los temas”.

Un punto interesante a la hora de analizar la situación del documentalismo en el país y de la provincia en particular, se encuentra dado por la realidad laboral de los documentalistas. Mascaró asegura que ellos no pueden vivir de lo que hacen y señala que tal vez eso está bien. Esta reflexión, controvertida, tiene su razón de ser en que si el documentalismo se convierte en un oficio o medio de vida corre el riesgo de convertirse en “una máquina de hacer chorizos”. En este sentido, Mascaró recalca que son pocos los casos de documentalistas que actualmente realizan una producción en serie, subvencionada por el Estado, y que conservan sus ideas y estética anteriores. Pero, en general, esta situación no se da. Por su parte, David postula que el Estado debe subvencionar al documentalismo militante y esto no debe limitar la actividad. “Creemos que es necesario que todos nos juntemos, coordinemos y podamos pedir esto. Sino es una manera de callarte”, dice, y asegura que a pesar de que hoy en día las experiencias son autogestionadas hay que seguir adelante porque es la manera de producir una transformación social.

Se perdió Rodolfo Walsh, se perdió Raymundo Glayzer

Buscar respuestas a una realidad siempre es tarea compleja. Una mirada al pasado de la historia del país suele dar las coordenadas para explicar la situación que el documentalismo argentino vive. Una situación que, según Juan Mascaró, se revela como contradictoria porque si bien no hay una explosión del documental como en el 2001 (explosión en el sentido del tinte social comprometido del documental), sí hay mucha producción.

Para Mascaró, la dictadura militar de los años 70 hizo que se perdieran cuadros del arte militante, así como se perdieron muchas otras cosas. “Se perdió Rodolfo Walsh, se perdió Raymundo Gleyzer. Se pierden un montón de historias que van construyendo una unión entre arte y política”, dijo. Esta situación produce que en los 80 fueran pocos los grupos que pudieron hacer de puente generacional para transmitir ese cine. Para los 90, sobre todo después de las fuertes crisis sociales que trajo aparejada la implementación del modelo neoliberal, los documentalistas políticos o militantes no hacían buenas películas. Esto fue producto de una fuerte falencia en el uso del lenguaje y la formación cinematográfica. Según Mascaró, el panorama terminaba de completarse con la existencia de realizadores que conocían de estética, pero decidían no ocuparse de temas políticos-sociales de las clases populares contemporáneas a ellos.

Otra de las causas que el profesor de cine ve en esta producción minoritaria del documental social comprometido, tiene que ver con una cuestión de clase. Las escuelas de cine, dice, están llenas de hijos de la clase media, que tienen las herramientas del cine para contar las historias pero estas no forman parte de su cotidianidad y no las trabajan. Por otra parte, dice Mascaró, en los últimos años esa situación ha sufrido una ampliación al abrirse, producto de políticas de Estado, talleres de producción en muchas escuelas de barrios populares. “Esos frutos se verán en unos años, no sé en qué decantará”, reflexionó.

La disminución de las grandes crisis y problemas sociales, como la desocupación que había a fines de los 90 y principios del 2000, también puede considerarse como una causa de esta producción minoritaria de documentales sociales. Esto, dice Mascaró, es preocupante, porque no es que ahora no haya qué contar sino que hay otras realidades que están invisibilizadas. “Son muy pocos los documentalistas que hablen de los pueblos originarios, de las luchas por las tierras”, cuenta, y asegura que esto también tiene que ver con la estructura de medios que se ha generado. “Por un lado uno puede celebrar eso. Prender la tele y ver documentales sociales en canal Encuentro, pero eso implica la forma de producción (…) en serie y muchas veces con una mirada bastante liviana”, concluyó.

En este contexto de cambios, de acuerdos y desacuerdos, el documentalismo social es una realidad en todo el país. Son diversos los grupos o colectivos que, con trabajo a pulmón, hacen de la herramienta documental un camino de militancia comprometida que pretende generar una transformación profunda.