Una herida absurda, el consejo de mamá y la rareza de ponerse en el lugar del otro

Fotografía: Ignacio López Isasmendi.

Sale a la calle mandando un audio por el teléfono y gesticulando mucho con las manos. Es de siesta en una vereda sin sombra. El chico se aleja hacia el este por la calle España que está vacía de gente, salvo por las fotos que se mueven apenas por una brisa leve. Hace mucho calor pero no como aquel día. Nunca como ese día.

Un rato antes le pareció sentirlo otra vez: mientras contaba lo que había pasado ese día tuvo por un segundo la sensación de pesadez, del sol en la espalda, del cielo de un azul parejo, sin nubes, sobre la cabeza. Casi tres años habían pasado pero la memoria de un chico tan joven no se retoba tan fácil. Mucho menos después de lo que tuvo que ver ese 17 de diciembre. Por eso pudo contarlo todo. Dijo que viajaba en su moto y que vio al auto blanco embestir contra el Clío. Y que paró a ver cómo podía ayudar. Y que ayudó a sacar a las chicas del auto y que se acercó al hombre del auto blanco, claro, para saber cómo estaba, y que sintió el aliento a alcohol cuando le decía su nombre.

“¿Quién era ese hombre, está aquí en la sala?” Sí. Él. Y señaló a su derecha, al tipo que no lo miraba, que no miraba a nadie porque tenía la vista fija en el suelo. No importa a dónde mire, es él, lo sabe, no se lo olvida. Y porque no se lo olvida, ni de él ni de nada de lo que vio ese día, es que empezó a ir a un psicólogo. Y porque no se lo olvida es que sabe el nombre de Natalia. La nombra muchas veces en su relato. “¿Y usted cómo sabe ese nombre?”. Porque lo leí esa misma noche en el diario. Era necesario saber a quiénes había ayudado porque además del espanto por la escena estaba la compasión por la gente. Y a lo mejor esa noche leyó esos nombres en la sección de Policiales y, aunque era muy joven para conocer ese tango, supo que la vida era una herida absurda que lo había puesto a sacar a unas mujeres que no conocía de un auto destruido, y que las había puesto, a ellas, en el camino de ese hombre que estaba sentado ahí, tres años después, mirando al suelo.

Por primera vez en todo ese tiempo estaba rodeado de gente que las conocía. Ahí adentro de esa sala de audiencias colmada estaban los que, como él, tampoco las habían olvidado. Si los miraba bien seguramente entendería mejor todo lo que había pasado, todo lo que había quedado trunco ese día, mientras él viajaba en su moto por la autopista Tucumán-Famaillá. Pero no podía verlos porque estaba de espaldas a todos ellos, declarando, volviendo a pasar por ese día, abriendo la caja de Pandora de la memoria para que salieran los fantasmas con su mejor artillería. La mayoría de los presentes en la sala conoce bien ese juego. Lo practican profesionalmente, son grandes revolvedores de la memoria que duele. De nada se olvidan, nunca. Por eso conocen el gusto amargo que él sentía en la boca mientras hablaba, y saben también del alivio de deber cumplido que es contar lo que pasó, como él lo empieza a saber cuando sale gesticulando con las manos y mandando un audio después de dar su declaración. 

Tal vez algo de eso queda grabado en los audios a un amigo, a la novia, a su madre.  Tal vez son mensajes esperados del otro lado, que dicen ‘ya está, lo hice, ya está’, mensajes que suspiran largo como un por fin, y siguen con verborragia detallándolo todo, o que abren como represas de llanto y después se quedan en silencio entre los espasmos. A lo mejor hay entre ellos un mensaje a su madre, la que le dijo que tenía que hablar, que no era una opción. “A vos no te gustaría que me pase algo así en la ruta”. No, mamá, claro que no. “Es tu obligación”. Sí, mamá, sí. Tenía razón, las madres suelen tener razón. Eso quizá dice el audio, que hizo lo correcto, que tenía razón, que gracias mamá, gracias. 

Dos días después los jueces le darían una condena de 4 años y medio al hombre del auto blanco a quien él le había sentido el alcohol en el aliento. No estaría este chico en el hall del segundo piso de tribunales para ver llorar a toda esa gente que lo escuchó atenta durante su declaración. No vería multiplicarse las mismas fotos que se mueven apenas por una brisa leve sobre la vereda cuando él sale gesticulando y mandando mensajes de audio. Natalia. Marianella. Alejandra. Los nombres que aparecían en la nota del diario esa noche. Silvia y Julia, las chicas que ayudó a salvar. No sería sacudido por esa tristeza colectiva, se evitaría ese momento, ese sí, no como aquel otro que no pudo evitar y que no olvida. Nada de eso verá, en todo caso lo leerá en los diarios, como hizo entonces, para saber, para entender. 

Él se va caminando al sol y mandando mensajes, sabiendo que hizo lo correcto, haciendo justicia. No como un paladín ni como una excepción, sino como una persona siendo persona, haciendo lo necesario, lo que es justo, como dijera su madre. Su justicia de haber hablado será mejor y se parecerá a aquella otra, la de quienes llenaron la sala, la justicia de salir a la calle. Él no estará dos días después para ver la otra justicia, la que tiene pilas de papeles escritos y no se pone de acuerdo, la que no se bajaría de su moto a ayudar a nadie, pero caratula y clasifica y nada cierra y nadie entiende cómo puede todo estar tan roto. Nada tendrá que ver esa sentencia con lo que lo motivó a hablar ni estará a la altura de las palabras de su madre y esa rareza humana de ponerse en el lugar del otro.

Mientras él se aleja de las fotos con un viejo dolor encima, dos pisos más arriba la audiencia sigue con una perito que habla de la cinética de un auto y un montón de gente ahí adentro se pregunta cómo es que la física puede explicar la realidad horrible de un mundo en el que sus compañeras, de pronto, ya no están más.