Zambullirse con fe y con miedo
/Leído en el Festival Internacional de Literatura de Tucumán, 31 de julio de 2022
Por ejemplo ahora, con este mismo texto.
En este instante, que apenas comienzo a escribir, sé pocas cosas de él: tengo una consigna que me han pasado hace unos días por chat, una fecha límite y la certeza de esa primera frase (por ejemplo ahora…), que se me ocurrió en algún momento entre que acepté integrar una mesa de un festival y este otro, que finalmente me siento y tecleo. No es mucho, pero es suficiente. En términos de escritura, una consigna ya es un tesoro, una madera a la cual aferrarse en pleno naufragio de la hoja en blanco.
A falta de un mejor verbo, voy a decir que esto es lo que me pasa cuando recibo una idea para hacer un texto: se me pega. Eso, el enunciado se me pega en la conciencia: es casi físico, un pincho adherido en alguna parte entre la frente y la clavícula, que llevo conmigo a todas partes y que me recuerda la tarea pendiente. A lo largo de los días, y hasta que el texto esté más o menos encaminado, yo haré las cosas que suelo hacer siempre (levantarme muy temprano, comprar sacramentos en mi panadería favorita, estocadas y pecho plano en el gimnasio), pero siempre, siempre, masticando alguna frase que tenga que ver con la consigna, reuniendo enunciados sueltos, buscando metáforas en las conversaciones más casuales.
Sin ir más lejos, aquella primera frase de este texto surgió mientras me bañaba. La ducha, las caminatas largas sin auriculares, el puñado de minutos antes de conciliar el sueño: en esos espacios de conversación y encuentro conmigo misma es cuando suele materializarse algo que probablemente me convenza y que habilita cierto margen de tranquilidad, algo que no va a durar mucho, pero que de manera provisional me apacigua. Porque, aún sin pistas muy firmes de qué rumbo va a tomar un texto, el arranque es un sólido garante: el bastón con el que se espantan las serpientes en un bosque tupido.
¿Pero qué pasa cuando no hay consigna y, ante un editor, hay que proponer tres o cuatro ideas totalmente paridas por uno? Hasta que finalmente la idea brota y se acepta, la característica “libre” del tema libre es un concepto ruin, más cercano a una presión que debe resolverse en poco tiempo que a la noción de espontaneidad.
Entonces, lo que se me pega es la obligación de encontrar el título, el disparador. Mi mente funciona en al menos dos niveles paralelos: el que me permite vivir la vida cotidiana y otro que escanea permanente al primero en busca de la semilla de mi próximo texto.
Una línea en el libro que estoy leyendo, un graffiti nuevo en el camino al trabajo, un fragmento de la entrevista que estoy desgrabando para otro artículo, un chat grupal que leo al final del día, un sueño que me despierta a mitad de la noche: todo, todo puede despertar la idea dormida. Todo, todo, y a veces nada.
Hace poco asistí a un taller dictado por una persona que cumple el sueño de todos los que estamos acá: gana dinero -el suficiente como para vivir bien- leyendo y escribiendo. Por supuesto, lee mucho y escribe mucho, al punto de que un cálculo desconfiado diría que no le dan los números si para él, como para el resto, el día tiene 24 horas. “¿Cómo hace este tipo?”, pensaba yo cada vez que nombraba y reseñaba no sólo otro libro, serie o película; sino también bares, bibliotecas, vinos, videojuegos, memes, rarezas de internet. Hasta que en la última jornada, cuando abrió la ronda para las preguntas finales, levanté la mano y le pregunté eso mismo: “¿cómo hacés?”.
Devolvió la sonrisa de quien está acostumbrado a esa consulta y su respuesta recaló más en lo técnico que en lo creativo. Se retrotrajo a cierto momento de su infancia en que, a falta de dinero para pagarle clases de inglés, su mamá lo anotó en cambio en un curso de mecanografía. Entonces básicamente ahí estaba el secreto o uno de ellos: teclear a la velocidad de la luz y ser así capaz de resolver textos de miles de caracteres en 10 minutos, despachar una necrológica en el tiempo que yo ocupo para batir un café, reseñar el último éxito de HBO en un recreo entre clase y clase.
Pues bien, esa respuesta no me engaña: entiendo perfectamente la relación entre la distribución del tiempo y el dinero, pero sin nada para decir, nada para escribir, ni lento ni rápido. Comprendo también que el proceso creativo es personal y probablemente intransferible. Aún así, yo creo que hay algunos consejos que me animaría a expresar en voz alta.
Voy a usar acá un término que no es mío, pero que lo sintetiza todo: cabezas amobladas. Dotar de muebles una cabeza es sí, probablemente, leer la revista cultural que viene el domingo con algunos grandes diarios, pero también hundir las uñas en la tierra para trasplantar un malvón; probar suerte con una receta nueva; tomar un café con amigos y atender -verdaderamente atender a lo que cuentan-; enamorarse y no ser correspondido; enamorarse y ser correspondido; volverse muy oscuro y después muy soberbio, o al revés; patear cada tanto el tablero; aburrirse de casi todo y volver a empezar… Qué se yo, no voy a ponerme normativa y engrosar mucho más esa lista: cada uno sabrá cómo llena el vacío y sabrá también luego, cuando la necesidad lo apremie, en qué cajón ha guardado las herramientas con las que tendrá que operar.
Y ahora una propuesta medio cursi, pero ya habrán notado que cursi es mi estilo: conectar con la propia emocionalidad. Parece algo obvio, y sin embargo…Yo he tenido ideas desgarradoramente inusuales cuando estuve muy triste o muy enojada, de esas que cuando releo tiempo después me hacen preguntarme qué criatura escribió eso, pero a la vez una de las crónicas que más me conforman y presumo hasta hoy la escribí de un tirón, arrastrada por un estado de completo embelesamiento en medio de un fin de semana de amor.
No les voy a mentir: ser una sensiblona que se emociona hasta con las publicidades del Candy Crush, la invitada que siempre llora en los casamientos, la introspectiva que todo el tiempo se pregunta por sus auténticas emociones, es un bodrio más de la mitad del tiempo, y a veces agradecería unos mecanismos de resistencia más fuertes. Pero las emociones son también trances, estados que habilitan posibles descubrimientos: sentirse conscientemente feliz, turbia, altiva, cruel, inmortal o lo que sea agita el avispero y tamiza las ideas.
Mi último consejo no es para generar textos sino para refrenarlos: desconfiemos si siempre tenemos algo para decir. No es posible opinar todo el tiempo de todo, o no es posible al menos hacerlo con un aporte interesante. Paralelamente es cierto que otros antes que nosotres ya han dicho mucho y que todo es un remix, y eso no nos debería inhibir. Pero la creatividad también se mide en la prudencia para escoger cuál va a ser el barro y hasta dónde vamos a meter las patas.
Y atendiendo a este último consejo de practicar la austeridad, voy a ir terminando. Me quedan por decir algunas ideas sueltas que mientras escribo me doy cuenta que hago: por ejemplo, que raramente arranco una frase sin releer las anteriores y eso me da una suerte de inercia para entender cómo sigue la cosa. Que siempre releo en voz alta porque me importa mucho la sonoridad. Que intento desde hace años no usar diccionario de sinónimos porque, en general, ofrece opciones muy rebuscadas. Que no entiendo bien eso de que menos es más -ni en los textos ni en la vida-, aunque es cierto que mi estilo se fue librando del barroco con el paso del tiempo; si allá afuera todo se vuelve cada vez más complejo, mantengamos nuestros textos simples.
Que no necesariamente se sufre escribiendo, pero que dejo de hacerlo de modo puntual a las nueve de la noche, que es la hora en que se cierran los comercios. Que idealmente no se escribe para buscar validación, y sin embargo me ilusiona pensar que me leerá la persona que me gusta. Que idealmente no se escribe para decir que se ha escrito, pero dentro de media hora publicaré mi primera historia en Instagram leyendo esto.
En fin, que las contradicciones también nos nutren. Que en los próximos días podría redactar otro texto en el que diga todo lo contrario a lo que estoy diciendo en este, porque por suerte nada en el proceso creativo es la biblia, y lo que repele hoy puede servirnos mañana. Que la única sugerencia imperturbable sea tal vez: el que quiere escribir, escriba. Escriba hoy, escriba de lo que quiera o de lo que quema. Que se zambulla con fe y con miedo; después, como siempre y como con todo, ya verá a qué orillas llega.