El colectivo del odio: sobre el intento de magnicidio a CFK
/Por Pablo Jeger
Hay un video de la transmisión de C5N, minutos después del intento de magnicidio contra la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner, que es surrealista: se escucha a dos tenores que están cantando en el estudio mientras se muestran las primeras imágenes de Recoleta y el zócalo reza: “Vigilia por Cristina: Detuvieron a una persona armada”. Las siguientes veinticuatro horas de este país son tan irreales como ese video. Yo casi no duermo esa noche. Estoy atento a los acontecimientos, que a esta altura ocurren casi exclusivamente en un mundo virtual. De manera inmediata alguien encuentra en instagram el perfil del presunto autor del hecho. Circulan fotos de sus tatuajes neonazis. Un noticiero difunde su domicilio con total impunidad. Una profesora se va enojada de un grupo de Whatsapp después de que Alberto Fernández decrete un feriado minutos antes de la medianoche. Un montón de antikirchneristas se comportan como terraplanistas de la política: prefieren creer en una conspiración ridículamente compleja antes que en la explicación más fácil y evidente que está filmada desde mil ángulos distintos. En Twitter se pronuncian los políticos, las instituciones, las agrupaciones sociales, los artistas, las figuras públicas, los clubes de fútbol, y, en el nivel más bajo de la cadena trófica de pronunciaciones, los influencers.
El viernes temprano todavía estoy alejado de la angustia y el horror que siente la parte de la población con la que me identifico. Sobre todo creo que estoy estupefacto: me parece mucho más fácil creer en un intento de asesinato a Cristina que en la posibilidad de que un disparo a medio metro falle. No se puede festejar que algo tan nefasto salió mal pero casi entramos a un universo paralelo infinitamente peor. Pienso, sin saber absolutamente nada sobre armas, que si hay cinco balas en el cargador y ninguna en la recámara, esa arma no disparó porque no fue cargada. Pienso: ¿este tipo quiso fallar?. Pienso: los milagros no existen, pero todos los días ocurre por lo menos un evento imposible. Pienso: si Dios juega a los dados, a veces saca un doble siete. Pienso: no lo sabía hasta ayer pero es peligrosísimo que Cristina se acerque a saludar a la gente, de la misma manera que era peligroso cuando lo hacía Néstor Kirchner (puede sonar muy cipayo pero a lo mejor los yankis aprendieron algo que los llevó a tener un aparato de seguridad tan grande para proteger al presidente). Pienso en mi hermana, que está en Francia, cuando llego a la plaza, y en lo terriblemente extraño que puede ser no estar en el país en estos momentos. Pienso: yo de este país no me voy a poder ir nunca.
A la siesta sueño con esa canción de Fito Páez que pusieron a la mañana en la radio, “cargen sus armas/ aunque sea cárguenlas de ganas” y así vuelvo a la irrealidad. Tengo un mensaje de un amigo con una nota sobre un grupo neonazi detenido en El Manantial el año pasado. La idea de un neonazi tomándose el 110 parece salida de una película de los Coen. ¿De dónde viene esta gente? Apenas sabemos a dónde van. Sabemos que existe un odio colectivo que en quince años llevó esa pistola hacia CFK, y no hacia cualquier otra persona. Sabemos que es tremendamente incorrecto hablar de hechos aislados y patologizar el odio. Pero, por favor, este tipo es un desquiciado. Más que nuestro Lee Harvey Oswald, parece nuestro Charles Manson.
Pienso, solo para adentro, que le están haciendo mala fama al odio. Que es una emoción perfectamente válida que todos sentimos alguna vez, y que la mayor parte del tiempo no vence ni es vencida por el amor. Más bien son como dos vecinos que apenas se cruzan en el ascensor de vez en cuando. Con el odio no se llega a ningún lado pero a lo mejor no lo podemos bajar del baúl. El problema con toda esta línea de pensamiento es 1). que no está el horno para acotaciones estériles, 2). que cuestionar un eslógan desde una lectura tan literal es equivalente a no entender el sentido de un eslógan y 3). que ya hay una película de Pixar pensada para estas analogías berretas sobre emociones.
Aún así, uno (o sea yo) es capaz de reconocer el odio propio. Twitter, la red social para el vómito de odios, los condensa bastante bien a todos: el odio a un político, a una medida del intendente, a una empresa telefónica, a un banco. El odio a los imperativos, a las lecciones de vida, a la condescendencia con la que hablan los partidarios del amor. El odio a esas figuras públicas que parecen no tener problemas, el odio a un equipo de fútbol, el odio a un personaje ficticio de una serie. El odio a un jefe, a los colegas, a un mensaje de whatsapp laboral que llega un domingo. El odio a la menta granizada. El odio cotidiano que quizás es solo rabia. El odio es mi vocación.
Lo primero es alejarse de la literalidad y entender que es esencialmente distinto el efecto del odio más pedestre que una bolsa de consorcio con la cara de la vicepresidenta. Que no es lo mismo un ciudadano común que odia a Cristina (y quizás está en todo su derecho a odiarla) que un Diputado Nacional pidiendo, de manera pública, pena de muerte para una líder política. Que, cuando el discurso pasa a ser que “paremos la pelota”, hay que reconocer que algunos medios de comunicación y algunos gobernantes que mandan sus policías a reprimir juegan con una pelota bastante más grande.
Pienso en Cristina, en que debe estar bastante hinchada las pelotas, y que si fuera una persona normal se quedaría en El Calafate descansando. Pero la energía que tiene esta mujer nunca fue normal. Fue convencional constituyente, diputada, senadora, presidenta y vicepresidenta, tiene seguidores acampando en la vereda de su casa hace casi dos semanas y es la líder política más importante de Argentina (¡¿cómo se puede ignorar el peso simbólico de su figura y pretender que sea pensada como una ciudadana más?!). Pienso que si su futuro es incierto, también es un poco incierto el futuro de este país. Pero a lo mejor estoy dramatizando y no pasa nada. Algunas veces el colectivo nos frena encima cuando cruzamos la calle y ni nos enteramos porque vamos mirando para abajo con los auriculares puestos.