Viaje al corazón de un cementerio: Sobre la segunda edición de Sementerio, de Patricio Dezalot

I

De las diversas formas que ha tomado la muerte a lo largo de los siglos, quizás la de contemplar la belleza de la misma a través de paseos por los cementerios, es la que más perdura hasta nuestros días. Y, de esta contemplación surge un modo muy particular de “experimentar” la muerte y por ende el arte y algo de esa belleza que pretende. A la entidad de la muerte presente en un cementerio y en sus mausoleos, entonces, se le agrega otra energía en el gozo que adquiere la mirada hacía la muerte, la de la belleza.

En el libro Morir en Occidente, Philippe Ariès señala cómo, a principios del siglo XVI, el elemento erótico comienza a adherirse al de la muerte. Por ello, encontramos diversas obras literarias y artísticas que retratan esta relación que empieza a estrecharse. Uno de los ejemplos que menciona es El éxtasis de Santa Teresa, de Gian Lorenzo Bernini, obra encargada por el cardenal Cornaro para albergar su propio descanso. Es esta escultura —y, en especial, el rostro de Santa Teresa— la que repliega un nuevo modo: el de morir extasiada. O, dicho de manera más llana, el placer ante la muerte. Esta ambigüedad se observa en el rostro de Santa Teresa, que nos permite pensar en un éxtasis climático y nos somete, como espectadores, a una fuerte tensión entre Tánatos y Eros. No solo esta escultura puede provocar tal indeterminación, sino también muchas de las obras de los poetas místicos, que bordean este principio.

Lo cierto, según Ariès, es que la muerte no siempre ha sido concebida como lo es hoy. Es sobre todo durante la Edad Media donde los cuerpos de los muertos eran totalmente anónimos y eran enterrados en las iglesias o en lugares sin ningún tipo de identificación. Posteriormente, los cementerios serán esos espacios como los conocemos hoy. Y, con ello, un espacio determinado, con reglas propias, donde empieza a pensarse la muerte en un espacio delimitado, y por ende todo una socialización y un imaginario respecto a la misma. Foucault en 1966, en una conferencia radiofónica —luego recopilada bajo el título De los espacios otros—, traza el concepto de heterotopías: lugares “otros”, contra-espacios, que subvierten los espacios de la realidad. Menciona entre ellos, la casa de citas, las prisiones, el jardín y también los cementerios.

Ambos autores diagraman el cementerio como un espacio separado de otros espacios. Se conciben, en los mismos, todo un imaginario en relación al descanso y la ceremonia, plasmado en arte funerario, el erotismo en la muerte, y posterior al siglo XIX, justamente con el traslado de los cementerios a las afueras de la ciudad, un espacio propicio para la agonía, la melancolía y contemplación. También, el nacimiento del mismo como tal, habilitará que su representación sea factible de carnavalizarse, y propicia que emanen de la idea de muerte distintos modos de pensar el poder y profundizar una crítica al mismo. Es el caso de La danza de la muerte, donde de manera alegórica la muerte invitaba a miembros de distintos estamentos sociales a bailar insistiendo en la fragilidad de la vida, pero también en la igualdad ante la muerte, algo que se había vuelto mucho más visible luego de la Peste Negra.

II.

Patricio Dezalot

Ha nacido el cementerio y con él las fantasías alrededor del mismo, y es lo que sucede en los relatos que componen el libro Sementerio de Patricio Dezalot. La primera fantasía es erótica, como El éxtasis de Santa Teresa, pero también la fantasía está en lo burlesco. Lejos de comportarse como un libro de muertos, lo que más se expande dentro del mismo es un fuerte vitalismo.

Si la heterotopía foucaultiana nos habla de esos “otros lugares” donde se despliegan comportamientos distintos a los de los espacios de común circulación, aquí adquiere un carácter doble: por un lado, sigue siendo un cementerio, con todo lo que ello implica (cadáveres, mausoleos, ritos); pero, al mismo tiempo, profana la propia idea de cementerio al convertirlo en un espacio —contradictoriamente— vital.

En los cuentos, se percibe la existencia del cementerio pero el límite puede aparecer más o menos desdibujado entre el espacio de vivos y el de muertos. La presencia de la tapia o el paredón nos permite deslindar estos dos mundos, como en el cuento con el que se abre el libro, donde el narrador observa: “De repente, los paredones”, o en el relato homónimo donde el personaje reflexiona: “Nunca dejo de sorprenderme de la buena privacidad de una tapia de cementerio”. Este límite propicia que lxs lectores, en el fluir de la narración, nos encontremos divididos entre los dos mundos. Si los muros están presentes, lo están para que el cementerio exista como tal pero no para tapar toda la visibilidad necesaria para la continuidad del relato. Funciona como el agujero que existe entre las dos celdas en Una canción de amor de Jean Genet. Y, como en el cine de Genet, lo que se nos permite ver a través de la mirilla, es pura alteración.

Una de esas alteraciones es la presencia de los “vivos” como turistas dentro de los lugares de descanso, pero estos personajes no representan el carácter típico del visitante melancólico. Son personajes enérgicos y divertidos. A medida que el libro avanza leemos a personajes que logran crear una versión precisa y vibrante de ascenso que comienza personal pero a medida que el libro avanza se hace colectivo. Así el primer relato que va sobre la liberación ante el tiránico recuerdo del padre, pasará por un colectivismo cooperativo hasta una ciencia ficción disidente creando un pueblo de maricones emblemáticos de Tucumán.

Además encontramos la herencia. La riqueza que se hereda del muerto es una oportunidad, es herencia simbólica y material que los muertos dejan a los vivos: “En el pedacito de tapia donde atiendo, me comenzaron a crecer unas plantas color rosa”. Esto da como resultado que los relatos sean una máquina de hacer funcionar esa herencia, esa providencia de una manera disparatada. Da la sensación que a través de esos personajes se quisiera retratar una revancha de la vida que esos personajes tienen que encarnar en un mundo social donde no podrían medrar tan fácilmente.

Con los cuentos que conforman Sementerio se abandona el luto negro para entrar entrar en una atmósfera rosa. Como en la canción de Mecano “No es serio este cementerio” donde un alegre estribillo versa: “Este cementerio/ No es cualquiera cosa/ Pues las lapidas del fondo/ Son de mármol rosa/ Y aunque hay buenas tumbas/ Están mejor los nichos/ Porque cuestan mas baratos/ Y no hay casi bichos”. El rosa aparece como un color milagroso y también inclina a los personajes a la disidencia, amanerándolos con la potencia de una crítica a las convenciones. El relato “La cura” es el que más da cuenta de esta fuerza que tiene el rosa en los relatos, dando lugar a un milagro en relación al sida en los 80 “Es así como amigos de amigos comenzaron a curarse, y por un momento Tucumán fue un paraíso libre de sida…”

Y, la gran heterotopía aquí, es la literatura. Lo que realiza Patricio es concretar relatos pomposos donde determinadas utopías disidentes se vuelven posibles. El broche está en el cuento final titulado “Venceremos” donde saca provecho de lo más utópico de la ciencia ficción para crear un cuento donde se convierte al exilio en una fiesta de placer. El milagro de una vida mejor -en comunión con los muertos- , más alegre, más disidente se vuelve posible gracias a la literatura y al relato.

Lo que se aprecia de la atmósfera construida en los distintos relatos es un mundo desviado donde los muertos trabajan con los vivos, un mausoleo de cinco pisos es el refugio de una viuda, un cadáver es un árbol de providencia, el semen flores y el VIH se cura mediante el placer. El resultado de que los vivos conversen con los muertos se concibe como una revancha.

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