Ruta 40 | Segunda parte

Por Marcos Escobar

Día 3 – segunda parte

El personaje que tengo sentado al lado maneja por la ruta de tierra durante los cinco minutos más largos de mi vida sin decir una sola palabra. La ruta hace curvas, sube y baja, y el señor se adapta al camino con demasiada precisión para mí gusto. Finalmente me pregunta si hablo inglés, miro al cielo y agradezco a la Escuela Normal por mis seis años de especialización en idioma. Entre su inglés duro y la cara de criado en Siberia que tiene el tipo, asumo que es de un país de Europa del este, pero me cuenta que es de Israel.

Llevo quince minutos acompañándolo y me doy cuenta de que nunca me preguntó mi nombre ni yo el suyo. Me dice un nombre incomprensible, después me aclara que su nombre se puede traducir como “Joaquín”. El Joaco tiene toda la pinta de ser una agente de la Mosad, tiene una forma de manejar que me sacude entero, pero él está firme en el volante. El Joaco me pide que le avise si ve algún lugar lindo, cada tanto frena el auto de golpe se baja y procede a sacar fotos en todos los ángulos: al lado de un campo donde están secando pimientos para hacer especias, en un pueblito, a los cerros en una clara recopilación de material de inteligencia. Mi inglés se queda corto cuando el Joaco se mete adentro de una finca para explicarle que, si entra en el campo de otra persona sin avisar, nos pueden llegar a sacar a tiros. 

Su historia sobre cómo llegó a Argentina no es muy clara, ni tampoco sobre cómo terminó en el norte. Después me pide que le señale un par de lugares en un mapa desplegable que tiene guardado. Aunque mi plan era llegar hasta Seclantás, la posibilidad de decirle al tipo que me baje y acampar al lado de la ruta me parece una mejor idea en este punto. El Joaco interrumpe mis planes de escape, saca su celular y me muestra una lista de lugares que le recomendaron para visitar. Señala una bodega que no puede encontrar en el mapa, reviso el Maps y logro explicarle que tiene que doblar en la siguiente entrada y encarar por un camino que cruza el pueblo. 

El israelita me lleva hasta la plaza del pueblo y me despide con una sonrisa enorme, los ojos se le encienden. Googl luck, my friend, me dice, y el auto arranca raspando la calle. Estoy en la plaza de Molinos, sentado sobre las pircas que rodean el espacio verde y tiene una forma de arco invertido ideal para acostarse. Como una manzana y trato de juntar energías para volver caminando a la ruta, dormito a la sombra de los árboles. Estoy en la entrada del sueño cuando mi pierna me despierta con una descarga eléctrica. Me siento sobre la pirca y veo desde ahí el camping municipal a una cuadra. 

El predio en Molinos es más chico que el de Angastaco y el de Animaná, pero tiene pasto suavecito y está llenó de árboles. Además hay una cantidad insólita de asadores, en el que está cerca de donde armo la carpa alguien dejó media bolsa de carbón. Nuevamente soy el único inquilino. Al lado hay una cancha de fútbol, el campeonato de fútbol era real, se ve a unas chicas de diez años corriendo de una punta a la otra en una cancha enorme. 

Después de una siestita, reviso el celular y encuentro un lugar marcado que vende artesanías y hace meriendas.  En alguna parte me pierdo y termino en el final del camino. A mi derecha está el río, del otro lado unas lomadas chiquitas y atrás hay una casa que parece el lugar con merienda que estoy buscando. Me parece mejor idea cruzar derecho por el monte que volver atrás. Camino por el barro, salto por encima del agua, me engancho la ropa, los arbustos llenos de espinas. Tengo un momento Hannah Montana llegando al campo cuando me doy cuenta de que me puse las zapatillas facheras para salir porque me estaba yendo a una casa de té y ahora estoy subiendo un cerro con un jean y las DC. 

Llego a la cima y desde ahí se ve que el lugar al que estaba viendo era una casa de familia. Me acuesto con la espalda en el piso, miro el cielo y disfruto de ver el Valle Calchaquí de punta a punta. Desde donde estoy puedo ver cómo va anocheciendo por partes, el ángulo del sol marca los relieves del terreno. Así me quedo media hora, flayando conexión con la montaña y la naturaleza. El hambre y la noche que se viene encima me sacan de mi viaje místico, me levanto y voy la lomada por la parte de atrás. Llego hasta un camino, el Maps me indica que si vuelvo por ahí paso por la casa de té. Media hora después estoy en la puerta de una finca enorme haciendo palmas desesperado por una tortilla. El lugar está cerrado por todos lados, no hay ni siquiera un cartel que diga a qué hora vuelven.

El mismo camino me lleva de nuevo hasta Molinos. A la mañana había planeado pasar de largo, por circunstancias mientras hacía dedo terminé en este pueblo, ahora que vuelvo a entrar de noche es un lugar distinto. Las cosas me parecen hermosas y las calles se convierten en callejones semi oscuros. Todos los faroles iluminan con focos amarillos las casitas de adobe. Doy vueltas sin rumbo, imagino una película que se llame Medianoche en Molinos, que sea una filmación constante de dos horas caminando sin parar por el pueblo. 

Compro un pedazo de entraña de 700 g y un par de cubiertos al frente de la plaza. Vuelvo a camping, me apropio del carbón que habían dejado en el asador. Pensaba que era media bolsa, pero es un restito al fondo de la bolsa solamente. Busco palitos por todo el predio, encuentro una rama gruesa y empiezo a prender el fuego. 

La falta de oxígeno por la altura, o el carbón mojado por el rocío me hacen la tarea imposible. En la cancha de al lado el campeonato sigue. Los comentarios suenan en el parlante, las wachas se están dando con todo. La final es Amaicha contra Molinos y las changas no se guardan nada. Abandono el asador y me cuelgo de la reja para ver el partido. La 9 de Amaicha se para en mitad de cancha, le pide la pelota a la 5 y encara en diagonal a la derecha. Por los comentarios entiendo que están empatadas y que falta poco tiempo. Sale una defensora de Molinos, la 9 pisa para adentro y sale para afuera, llega hasta la línea derecha, le tira un caño a la segunda piba que le sale de frente, se la puntea a la 7 de Amaicha, hacen una pared, la 9 encara para el arco pero la 6 de Molinos le saca dos cabezas y la deja sentada de una patada en el muslo. 

El árbitro ni siquiera hace el gesto de “siga siga”, como la patada fue debajo de la cintura no se considera falta. Se arma la carambola al frente del arco, la 7 de Amaicha patea a una de Molinos a la que no se le ve ni el número por la cantidad de tierra levantada. La 6 de Molinos deja sentada a otra de un pechón. La 9 de Amaicha, que había quedado tirada en el piso, se levanta y entra corriendo a la nube de cuerpos y polvo que se armó al frente del piso. La escena es como en los dibujitos viejos, una sola nube con piernas y brazos que salen cada tanto hasta que la pelota sale disparada de esa masa indeterminada, golpea en el palo derecho y entra. 

Vuelvo a mi asador, tengo que empezar todo de nuevo porque las brasas se apagaron. Abro la botella de mistela que me traje de Angastaco y tomo del pico. El partido termina, nombran a las campeonas de todas las categorías. Se escuchan los festejos, los cantos y los bocinazos por todo el pueblo. La cumbia suena al palo en el predio de al lado, entregan los trofeos. Pasan las horas y yo sigo peleando con el fuego. El mistela ya va por la mitad cuando logro que la rama gruesa se prenda. 

Me quedo mirando el fuego, las ramitas chicas que se prenden de a poco y el humo que sale de diferentes lugares de la rama gruesa. La escuela está del otro lado de una tapia, un grupo de changuitos se metió al patio y juegan al fútbol con la música al palo. Uno de los púberes asoma la cabeza por encima de la pared, me pregunta a los gritos si necesito ayuda con el asado y me doy cuenta de que nunca puse la entraña en la parrilla.

Logro cocinar la carne, por suerte está tan oscuro que no llego a ver si la carne está a punto o está cruda, tengo tanta hambre y tanto mistela encima que disfruto mi cena sin sal como una comida gourmet. Me siento a terminar el vino que queda en la botella y a ver el cielo lleno de estrellas, reconozco algunas de las constelaciones y me entrego en cuerpo y alma al momento “¿y si dejo todo a la mierda y me vengo a vivir al cerro?”.

Día 4

Me despierta el ruido de domingo. Me arrastro fuera de la carpa, veo a tres familias diferentes prendiendo fuego y a una jauría de críos jugando a la pelota. Preparo la mochila sin ningún apuro, me doy un baño, guardo la ropa. Un grupo de changos se acomodan en el merendero cerca de donde estoy, tiene un parlante del tamaño de una berenjena que suena como el bafle de un boliche. Por lo que hablan están de gira desde anoche.

Los borrachines del pueblo se ponen a patear penales con los críos mientras toman Salta rubia y Animaná blanco. Una de las varillas de la carpa se astilló entera, estoy pensando cómo voy a hacer para armarla de nuevo cuando uno de los changos me grita “¡Che maestro!, no se vaya por nosotros, ¿no?”. “No, no. Tranquilo amigo, ya tengo que patear para la ruta, gracias igual”, le respondo.

Procedo a demorarme con toda la movida, hasta me siento a leer con la mochila armada al costado para ver si los muchachos me invitan a pasar el domingo al mediodía con ellos, pero me termino el único libro que traje para el viaje y los changos no hacen ni el amague de querer hablar conmigo. Me calzo la mochila a la espalda y salgo derrotado hacia la ruta.

Se repite la historia del día anterior, llego a la entrada del pueblo y doblo hacia la izquierda. Mi cábala es seguir caminando al costado del camino, aunque implique alejarse de la civilización. Para mí, es una forma de ver paisajes increíbles, además, cada casita que paso es un posible vehículo que va para el mismo lado que yo y que podría llevarme. Sirve también para aumentar el factor lástima. Cuando alguien va manejando por el medio de la nada es difícil ignorar al flaco con una mochila enorme en medio del monte haciendo dedo. 

Me alejo de Molinos casi un kilómetro, veo un cartel de campaña de un candidato a legislador para pavimentar la Ruta 40. Hago otro kilómetro con el sol chirleándome la nuca hasta que llego a un cruce donde hay un cartel de “Desvío”. La ruta está cortada, se ven montañas de arena y camiones estaciones. Hay un cartel del gobierno indicando la cantidad de plata invertida en la obra. Puteo a toda la clase gobernante de Salta y de Argentina, y sigo por el camino que marca. 

La ruta alternativa da un rodeo de casi una hora —en auto— hasta Seclantás. Recorro otro kilómetro en absoluta soledad. Me doy cuenta de pedo que viene una camioneta detrás de mí, el calor me tiene tan estúpido que casi me olvido de levantar la mano para hacerles dedo. La camioneta doble cabina se frena y desde el asiento de atrás me saluda un chango con el pelo rapado a los costados y una montaña de rulos arriba. Me dice que espere un segundo que ya se acomoda con las cosas porque traen tantas huevadas que no entro. 

Me dejan sentarme adelante. La Vane es la dueña de la camioneta, tiene los brazos y las piernas con tatuajes desparramados. Detrás de mí está el Nico —el chango de rulos—, la Samy y Paula. La Vane pone primera y seguimos viaje.

Me pregunta qué hago en esa parte de la ruta, cómo llegué hasta ahí, de dónde soy, qué hago, si tengo hambre. En un momento se da cuenta que me están interrogando todes al mismo tiempo y se ríen. Voy contestando como puedo, le cuento mi teoría sobre hacer dedo y la cábala, que soy editor y que trabajo en un call center, les hago un relato breve de mi recorrido de los últimos días.

Ellxs me cuentan que se conocen por la bici. Son activistas de ciclismo y se fueron haciendo amigues en los foros nacionales que hacen. La Vane es salteña, el Nico es de Rosario, la Samy de Santa Fe y la Pau es de Buenos Aires, pero vive en Salta. Durante el trayecto me entero los puteríos de la mitad de la población ciclista argentina, les doy mi receta para hacer humita y les muestro el tatuaje de bicicleta que tengo en la pantorrilla. El grupo quiere parar a comer en Seclantás, ya son las tres de la tarde, así que la Samy se baja en la puerta de un comedor y toca la ventana hasta que sale una señora. La doña dice que solamente tiene humita con queso de cabra para comer, como si nos pidiera perdón por no poder ofrecer otra cosa. 

Durante el almuerzo la banda se pone a charlar sobre las diferentes terapias que hicieron, discuten sobre si a la Samy le conviene hacer psicoanálisis o decodificación familiar. El Nico cuenta su experiencia con flores de Bach y con la terapia conductista, y la Vane dice que a ella la terapia breve es la que le funcionó. La Pau habla de la Gestalt y recomienda a una piba que atiende virtual. Pedimos una segunda ronda de humitas mientras el Nico nos detalla la vez que un psicólogo lo ghosteó en un momento jodido, y que lo estuvo persiguiendo un mes hasta que logró que el tipo le confesara que se había mudado a otra provincia sin avisarle a nadie. 

Seguimos viaje, paramos en una casa al costado de la ruta donde exponen tejidos. Hay un banner gigante que muestra una foto del artesano regalándole un poncho al Papa Francisco y un mesón gigante lleno bufandas y chales de lana de llama. Hacemos un recorrido por toda la exposición. Como cada uno de los ponchos sale lo mismo que mi alquiler, no me emociono viendo los productos. Cerca de las cinco de la tarde llegamos a Cachi, paramos a comprar unas tortillas rellenas y a tomar mates en la plaza. La gente sigue de viaje hasta Salta, incluso me ofrece llevarme y hospedarme, pero es mi último día antes de tener que volver a la ciudad y prefiero acampar. 

El camping de Cachi queda en la parte alta del pueblo, tengo casi ocho cuadras en subida y encima me falta resolver el problema de la carpa. Recorro Cachi en zigzag, de punta a punta preguntando en todos los almacenes si tienen cinta de papel. Después de una hora y media caminando con todos los bártulos encima, me rindo y subo hasta el camping. En la esquina antes de la entrada hay un chango vendiendo choripanes, es la fiesta de San José, el patrón del pueblo. El chango tiene un negocio a diez metros de materiales para plomería y consigo cinta aisladora. 

El predio del camping está ocupado a la mitad por un escenario y los negocios vendiendo escabio, la gente del pueblo está de jarana desde el mediodía. Hay una parrilla gigante en forma de U con con el equivalente a tres vacas troceadas que la municipalidad donó para que se reparta a todo el mundo durante el festejo. No logro que nadie me atienda ni me indique dónde me puedo acomodar, así que camino hasta el fondo, bajo una escalera y dejo mis cosas cerca del baño. Demoro dos horas en encintar la varilla rota, armar la carpa y desmayarme un rato debajo de la lona.

Me levanto con la intención de salir a comer y sentarme en un bar para agasajarme en la última noche, y termino comiendo un chori en la esquina del predio mientras el chango de la ferretería me cuenta los puteríos del pueblo. En mis vueltas por Cachi encuentro restoranes que venden trucha y comida de autor, cervecerías y vinerías con productos importados. Las dos cuadras a la redonda de la plaza son como un shopping al aire libre versión calchaquí, con carteles de madera y todas las casas pintadas de blanco.  

Me tranquiliza pensar que estoy en un lugar turístico. Mañana ya toca volver a la ciudad y mi plan es pagar lo que me quieran cobrar para subirme a un colectivo y despertarme en Salta. 

Día 5

El bondi sale a las tres de la tarde, ayer me recomendaron ir temprano porque el transporte se llena. A las diez de la mañana estoy en la ventanilla, pero a esa hora ya no hay pasajes. No entiendo cómo hace la gente del pueblo para viajar a la capital de su provincia cuando necesitan, ni tampoco me cierra que un lugar tan turístico no tenga más horarios de bondi. Medito estas dudas mientras desayuno un sanguche de milanesa en el comedor de al lado de la boletería. 

Vuelvo al camping y desarmo todo a las apuradas. El plan es llegar hasta Payogasta, el pueblo donde la Ruta 40 se corta y se puede volver a Salta o seguir al norte hasta San Antonio de los Cobres. Quiero creer que desde ahí voy a poder conseguir otro medio de transporte, o un taxi. Cruzo el Río Calchaquí cargando con la mochila y sigo casi dos horas. Me faltan unos cuarenta minutos para llegar hasta Payogasta, veo una camioneta vieja que suena como un montón de piedras bajando con la crecida del río y que para cuando le hago dedo. Adentro hay una pareja de gente grande, el señor que solamente emite gruñidos, y la doña en el asiento de acompañante hablando hasta por los codos aunque no le entiendo una sola palabra de lo que dice. Arrancan la chata sin siquiera preguntarme hasta dónde voy, por suerte hay otro chango sentado en el asiento de atrás conmigo. Parece que es el hijo, debe tener unos 30 o 40 años, y tiene un acullico como un globo en la boca. Como a él lo tengo más cerca, logro entenderlo por encima del ruido de la camioneta, me están llevando hasta el cruce por donde pasa el colectivo que va a Salta. El mismo colectivo que no tiene pasajes en Cachi, me cuenta el chango a los gritos, cuando lo parás en la ruta sí te deja subir.

La señora va señalando todos los campos que se ven al costado de la ruta. Me cuesta un toque al principio, hasta que me doy cuenta que la doña reconoce todo lo que la gente tiene cultivado en la tierra: “Uuh mirá cómo selearuniao la papa a este. Miralo a don Pedro, le ha metio zapallito este año, pero una cagada ve, nada le ha quedao”. 

El señor dobla a la derecha, frena la camioneta y la pone en marcha antes de que pueda terminar de cerrar la puerta y agradecerles. Me siento en la garita a esperar el bondi, sin fuerzas siquiera para seguir haciendo dedo. El colectivo pasa cuarenta minutos después, me cobra el boleto en efectivo y viajo parado cuatro horas hasta Salta.