Javier Chocobar: lo que dejó la justicia 9 años y 12 días después
/28 de agosto – 8 a.m. La mañana estaba fría. Muy fría. Un grupo de comuneros bajó del colectivo en la vereda norte de plaza Urquiza. Un café caliente, unas tortillas, el nudo en la garganta y la mirada llena de angustia. Empezaba un camino que terminó siendo más difícil de lo que parecía.
Subir al quinto piso de un edificio relativamente nuevo: el Tribunal Penal de la Provincia. La sala de audiencias de ese piso se usaba por primera vez. Un escenario ajeno. Hostil. La angustia parecía no caber ya en el cuerpo de quienes serían testigos. Nueve años tratando de no olvidar. 9 años tratando de conservar las heridas como pruebas. Nueve años viendo vehículos con vidrios polarizados recorrer sus territorios y tener la casi certeza de que ahí iba el asesino de don Javier Chocobar.
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La comunidad de Los Chuschagasta habita ancestralmente el territorio de El Chorro. Así lo dijeron cada uno de los testigos de esa comunidad que pasaron a lo largo de las 13 audiencias que duró el juicio por el asesinato del comunero y líder indígena Javier Chocobar y las heridas ocasionadas a Andrés y Emilio Mamaní. El territorio es parte de sus vidas: “El sentido de pertenencia territorial no tan solo es productivo sino que hay un lazo, una cosmovisión que va mucho más allá de la cuestión material”, había dicho el cacique de la comunidad indígena Amaicha del Valle Alfredo Eduardo Nieva cuando declaró como testigo de las querellas. Nieva, además de cacique, es abogado. Su palabra fue escuchada con atención por parte de los miembros del Tribunal y pudo explicar la manera de ver y vivir de las comunidades con ‘cosmovisión andina’, como él mismo dijo.
“La comunidad de Los Chuschagasta ha sufrido un despojo histórico y después de este hecho se remarcó, se reafirmó este daño sobre el colectivo de la comunidad”. “Son comunidades sencillas que practican sus vidas comunitaria ancestralmente”. “La comunidad es una cadena y cuando se rompe un eslabón cuesta y va a tardar mucho tiempo en repararse”. “Superar el miedo, después de lo que han vivido, es un proceso que va a llevar mucho tiempo”. “Es un hecho que afecta no solamente a la familia sino a la comunidad toda, porque es como una gran familia”. “Hubo un daño manifiesto, y no tan solo el daño material, a todo el ecosistema, en toda la interrelación de la comunidad con la madre tierra”. Son algunas de las ideas que el abogado y cacique le explicó al Tribunal como quien intentaba recordar que el derecho indígena existe y que era necesario tenerlo presente a lo largo del juicio que se llevaba adelante.
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28 de agosto – 3 p.m. Orlando Cata sabía que era el siguiente testigo en declarar. Pasó, prestó juramento y se sentó dispuesto a responder las preguntas de los abogados y del tribunal. Por la mañana habían hablado los imputados y había empezado las primeras declaraciones testimoniales. Emilio Mamaní, testigo víctima, fue el primero en asegurar que Darío Amín le disparó a él y a Javier. Fue el primero en escuchar el tono de las preguntas de los abogados defensores. Esa misma mañana declaró Eduardo Mamaní. 29 años dijeron. 20 años tenía al momento de los hechos. Unos años menos de los que ahora tiene Orlando Cata.
―¿Qué edad tenía al momento de los hechos? ―le preguntó la jueza que presidía la audiencia.
―13 años ―respondió Orlando.
A los 13 años le había quedado grabado el momento en que vio a Eduardo Valdivieso disparar contra la comunidad, sin importarle que hubiera criaturas. No olvidó las armas que vio en el lugar: “Cuatro armas chicas y una grande”.
―¡Vos sos un mentiroso! ¡Mi arma es grande! ―vociferó Valdivieso.
El hombre alto, de cabeza blanca, ex policía que durante la última dictadura cívico-militar prestó servicio en el Batallón 601, había pedido un careo. El tribunal lo concedió. Su voz grave, potente; sus gestos grandilocuentes. Su prepotencia. Nada movió a Orlando de sus dichos. Valdivieso, el otro imputado que el 12 de octubre del 2012 acompañó a Darío Amín y a Luis Humberto Gómez al lugar donde vivía Javier Chocobar, había disparado contra la comunidad intentando amedrentarla.
En las primeras horas los testigos habían pasado todos juntos y habían sido advertidos de su obligación de decir verdad. Por medio de la secretaría del Tribunal se informó el puñado de nombres que iban a declarar ese día. Cada uno de ellos esperaba sentado, custodiado por agentes policiales, su turno de pasar y contar lo ocurrido aquel 12 de octubre. Nervios. Miedo. Lo desconocido estaba detrás de esa puerta de acceso a la sala de audiencias.
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El Chorro queda a poco más de 70 kilómetros al noroeste de la capital tucumana. Por ruta 9, hacia el norte, se viaja cómodo. En Choromoro se entra hacia el oeste. Entonces empieza el camino consolidado. Cuando no llueve durante varios días, la polvareda se levanta al paso de los vehículos. Cuando llueve, hay que tener cuidado con los pozos y el barro. Primero viene Chuscha y después le sigue La Higuera. De ahí empieza la subida más empinada y dificultosa. Se atraviesa el cauce de un río y se llega hasta El Chorro. A la izquierda del camino, hacia abajo, está la cantera de Laja. Arriba, a la derecha, la casa donde don Javier curtía el cuero, trenzaba los tientos, cuidaba los animales.
La cosmovisión de la que habló Eduardo Nieva se hace evidente en esas vidas sencillas. La cantera de lajas no era más que la vera del río. “Nosotros no queríamos que haya explotación. No sabíamos ni qué era una cantera”, dijo durante su declaración Delfín Cata. “La actividad que hacemos los comuneros es cuidar la tierra”, aseguró el hombre que también resultó herido al recibir en su cabeza un culatazo propinado por Humberto Gómez.
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Martes 2 de octubre – 10 a.m. El frío calaba los huesos. Algunos mates calientes permitían conversar y soltar (o sacar) algunas sonrisas. La frente ceñida de Audolio Chocobar parecía esforzarse más en contener el dolor que en hacerle frente al viento frío. Audolio es uno de los hijos de don Javier. Ahí, rodeado de su comunidad, su familia, miraba esa especie de teatralización en la zona de la cantera de lajas. La reconstrucción estaba siendo un hecho.
Chanito, le dicen a Audolio Chocobar. A lo largo de estos 9 años su rostro se fue endureciendo a fuerza de lucha y resistencia. Sus manos se fueron curtiendo con el trabajo cotidiano. Sus palabras fueron tomando cada vez más y más fuerza al calor del reclamo de justicia. Pero Chanito no perdió esa ternura que lo acerca a su pueblo y a todo aquel que lo va conociendo. Chanito ganó fuerza al lado de Delfín Cata y de aquellos que no bajaron los brazos hasta llegar a este momento. La reconstrucción estaba siendo un hecho. Se la había pedido desde antes que inicien las audiencias. Se insistió para que así sea. Es que era la manera en que ese tribunal iba a poder dimensionar lo que había ocurrido. Iba a tener la posibilidad de entender de qué se hablaba cuando se pintaba en palabras el lugar.
Chanito es hoy el cacique interino de la comunidad de Los Chuschagasta. Es que a Andrés Mamaní, el cacique elegido según las normas de la comunidad, su salud no le permite continuar ejerciendo el cargo. Chanito fue la mano derecha de Andrés, el hombre que dejó su salud, deteriorada por las secuelas de las heridas causadas por Darío Amín aquel 12 de octubre, en la búsqueda de justicia.
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“Si yo hubiera tenido voluntad de matar, hubiese habido 18 muertos”, dijo en una de las audiencias Luis Humberto ‘el Niño’ Gómez. El descaro de semejante afirmación dejó pasmado a todo el público. Su prontuario es conocido en la provincia, así como su vinculación al Comando Atila, liderado por el ex comisario y represor Mario Oscar ‘Malevo’ Ferreyra. Durante las 13 audiencias, en cada oportunidad que tuvo, hizo gala de su formación y su pericia en el manejo de armas. Insistió en que estaba en el living de su casa y se presentó como si él fuese la verdadera víctima.
“¿Cuál era el peligro que debía neutralizar?”, le preguntaron los abogados a uno de los peritos presentados por la defensa de Gómez. “Superioridad numérica, reducción del espacio físico, entorno hostil, porque se hablaba en voz alta y se hacían reproches”, repitió una y otra vez el testigo sin lograr que esa versión coincidiera con el registro audiovisual que fue presentado como prueba en este juicio. El video en el que se lo ve disparar y golpear con la culata del arma a Delfín Cata. El video que da cuenta que, aunque su dermotest le haya dado negativo, disparó el arma que llevaba escondida entre sus ropas.
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24 de octubre – 1 p.m. La sala de audiencias estaba llena. De pronto entraron un grupo de policías y se distribuyeron en todo el recinto. Desde la calle llegaban las palabras de referentes de diferentes organizaciones que contextualizaban el asesinato de don Javier y hablaban del conflicto territorial, de los derechos de los pueblos preexistentes. Llegaba la voz de quienes seguían exigiendo justicia en una radio abierta montada en la vereda del edificio. Todo indicaba que era inminente la lectura del veredicto. Más de cuatro horas habían pasado desde que los jueces pasaron a cuarto intermedio para deliberar y dictar sentencia.
Nueve años y doce días se cumplían desde que esa comunidad vio su vida completamente dada vuelta. Pleno octubre tucumano, en el que las temperaturas suelen rondar los 30 grados, el frío parecía no querer irse. “Condenar a Darío Amín a 22 años de prisión”. El silencio respetuoso. El llanto contenido. Las manos apretadas. La lectura de la sentencia duró poco más de 20 minutos. Los tres imputados se fueron esposados. 18 años para Luis Gómez y 10 años para Eduardo Valdivieso. Afuera los abrazos y el amargo sabor de que la justicia nunca sea justa pero es lo que hay.
¿Fue justicia? Las respuestas dependerán de quien las dé y qué considere. “Ha sido una pena alta también y nosotros vamos a estar más tranquilos”. “Vamos a poder estar más tranquilos, sin el miedo de verlos rondando por nuestro territorio como lo hicieron hasta ahora”. “Mi padre sí va a poder descansar en paz”. “Nos sentimos más fortalecidos”. Esas fueron algunas de las respuestas que Chanito dio al final de la lectura del veredicto. Abajo, en la vereda del edificio del Tribunal Penal de la provincia, los abrazos fueron largos. Los agradecimientos a la lucha colectiva se dijeron de todas las formas posibles.