Marcos, huella viva de un terrorismo de Estado que le negó la infancia
/*Por María Florencia Brizuela, María Laura Bernardita Ambrosio, Ana Sofía Amado y Máximo Barbieri. (Nota realizada en el marco de la materia optativa: Comunicación, Memoria y Derechos Humanos - Facultad de Filosofía y letras)
Imagen: Rosario Ramos junto a sus hijos Marcos e Ismael
Marcos se enteró de su verdadero nombre cuando ya tenía más de cuarenta años. Fue en 2018. Hasta ese entonces, había sido Marcelo. Le dijeron que fue abandonado. Lo había criado una familia que no era la suya: Víctor Lucio Sánchez, alias “Pecho i’tabla”, agente de inteligencia del Ejército en Tucumán durante la dictadura, y su esposa, Ilda Agustina Sánchez. Ambos murieron sin dar explicaciones.
Marcos Eduardo Ramos nació en 1976, meses antes de que su madre, Rosario del Carmen Ramos, fuera secuestrada por segunda vez y desaparecida. Militante del PRT, Rosario había sobrevivido a un primer operativo estando embarazada. Con Marcos en brazos, fue detenida en San Miguel de Tucumán junto a su hijo mayor, Ismael, quien logró escapar.
“Era una pocilga”, recuerda el fiscal Patricio Rovira de la Unidad de Derechos Humanos, sobre el lugar en que vio por primera vez a Marcos. Vivía en una habitación con candado, sin ventilador. La familia apropiadora no solo le había robado la identidad, sino una vida digna. Le negaron amor, educación, salud. Lo maltrataron. Lo silenciaron.
A Marcos no le costó reconocer su nombre. "Vos lo llamás en la calle, decís, "Marcos" y él se da vuelta de manera inmediata", cuenta Petro López, una de las personas que lo acompaña desde la restitución de su identidad. Petro es militante de derechos humanos, y fue quien construyó con él un vínculo que se fue volviendo afectivo, cotidiano, familiar. “Hicimos match”, dice. Recuerda también que, al principio, Marcos no abrazaba. “Yo lo abrazaba y él no. No abrazaba a nadie. Ahora me ve y me abraza.” Porque el abrazo cura, efectivamente.
Cuando cobró su primera pensión, se compró un juguete. Eligió un carrito que se desarma, como un Transformer. Un juguete de niño, comprado a los 40. “Yo quería tener este juguete”, le dijo a Petro.
Recuperar su identidad para Marcos implicó volver a empezar. Desde administrar su dinero y vivir solo hasta aprender a confiar, ser amado, a conocerse a sí mismo: le gusta leer, mirar documentales, estudiar mapas. Le encanta el helado, el chocolate. Tiene humor, aunque a veces sea negro, y sueña con viajar. “Es el sobreviviente más sobreviviente que conozco”, afirma ella.
Durante la pandemia, Marcos sufrió el aislamiento severamente. Vivía lejos, casi sin contacto con nadie, sin recursos y había aspectos de su historia recién descubiertos que se le habían caído encima, su infancia fue una mentira y su nombre era otro. “Fue un bagaje de cosas que le pasaron en ese momento”, recuerda Petro, una de las pocas personas que estuvo con él entonces. “Nos quedamos dos o tres compañeras haciendo soporte. Lo acompañamos. Era eso o que se cayera completamente”.
Desde entonces, Marcos sigue en tratamiento. Tiene su psicóloga de confianza, con quien ha construido un espacio estable. Pero no fue fácil. La fragilidad de su salud mental está marcada por su historia. “Yo pienso que todo lo que le ocurre desde ese punto de vista tiene que ver principalmente con su vida”, cuenta Petro. Hubo intentos de acompañamiento terapéutico más estructurado, pero no funcionaron “Un acompañante tendría que abordar sabiendo lo que es haber sido víctima del terrorismo de Estado. Y eso no lo conseguimos.”
Marcos es, aún, vulnerable. A veces presta su celular sin pensar, entrega dinero sin sospechar. Pero aprendió: “Ya sabe que hay cosas que no puede hacer. Tiene una inocencia que se fue templando con los golpes, y que convive con una desconfianza que antes no tenía.” En su departamento, adquirido con una reparación económica que él mismo administra, vive solo, aunque no está solo. Tiene redes, aunque no lazos sanguíneos fuertes. No tiene contacto con sus medios hermanos, ni con su tío, que lo rechazó por su orientación sexual. “Está contenido por personas que responden o pertenecen a instituciones”, explica uno de los fiscales del caso.
Su historia es particular. A diferencia de otros nietos restituidos, Marcos no rompe del todo con su familia apropiadora. No guarda odio por Ilda Agustina, su apropiadora, que murió antes de enfrentar la justicia. “No quería que fuéramos contra ella”, explican quienes lo acompañaron. A su modo, reconoce que fue la única que, dentro de ese entorno hostil, lo contuvo. Pero también sabe que fue abusado por un hermano de crianza, que fue criado en una “pocilga”, y que le negaron todo lo que un niño necesita.
La historia de Marcos es única dentro del proceso de restitución de identidad. “Es un no lugar”, dicen en Abuelas. Ni allí ni aquí. Ni con los apropiadores, ni con la familia biológica. Pero él va a las marchas del 24 de marzo. Camina junto a Petro, pregunta, escucha, vuelve a preguntar. Procesa. Lee. “Sigue procesando todo esto”.
A veces, todavía espera que alguien de su familia biológica lo abrace. “Tiene un grado de inocencia muy grande”, dicen. Una parte de él sigue esperando que le expliquen por qué le tocó esa vida. Tal vez nunca lo entienda del todo. Pero camina, con su carrito Transformer, con su nombre verdadero, con sus heridas abiertas, con un abrazo ganado. Y con una certeza: sobrevivió.