De tiempos y desafíos

“Todo tiempo pasado fue mejor” es la frase hecha que todo nostálgico dice por lo menos una vez en el día. No significa que antes ocurrieran menos cosas malas, sino que esas cosas son mandadas al olvido como mecanismo de defensa que permite cicatrizar viejas heridas. El problema es que muchos no tienen presente que esto sea así, sino que están absolutamente convencidos que “antes” era una época en que la humanidad destilaba virtudes, podía vivir en paz y era simplemente feliz. Algunos aseguran que, si bien había problemas (porque somos humanos), todo era mejor que ahora. Esta aseveración presenta cuanto menos dos aspectos a considerar. Por un lado, la ubicación temporal. Nadie tiene claro cuándo es “antes” o entre qué años o siglos se ubica ese tiempo pasado. Al parecer es coincidente con la niñez del que emite la frase, lo que hace que todo sea más relativo todavía. Puede probarse con ubicar el tiempo en cuestión ya desde antes del siglo XVIII con la Santa Inquisición, o durante el siglo de las luces con el Despotismo Ilustrado y la esclavitud o en entre el XIX y el XX con las Guerras Mundiales, la Shoah, las bombas nucleares, las sangrientas dictaduras latinoamericanas, o los regímenes colonialistas asiáticos y africanos. Al inicio del presente siglo no habrá de considerárselo porque apenas van pasando 12 años.

El otro aspecto a considerar en la popular frase es quizás un poco más polémico. Si el pasado fue tan bueno y el presente es el producto del pasado ¿acaso no debiera ser mejor? Un claro ejemplo para ver esta contradicción es la educación, caballito de batalla para hablar de algo que por unanimidad se decreta que ha sido siempre mejor que ahora. Los adultos de hoy son los educados por un sistema que al parecer fue brillante, sin embargo no aprendieron a transmitir aquello que aparentemente recibieron por excelencia y en abundancia ¿o será que no habrá sido tan así?

Las pruebas demuestran que los niños de antes eran más obedientes, que los padres con una mirada sabían poner a los chicos en su lugar, que los estudiantes conocían de memoria la ubicación de las 23 provincias de la República Argentina y sabían mejor que los adultos de entonces todos los nombres del general Belgrano, el oficio de la madre de Sarmiento y cada una de las fechas de las batallas libradas por San Martín, pero ¿era eso una mejor educación?. Sin lugar a dudas conocer esos datos no está de más y tampoco puede negarse que los padres de hoy pagarían por restar unos cuantos por qué y simplificarse la vida con un “porque lo digo yo”. Pero muchos de esos padres no lo hacen porque confían en la capacidad de cuestionamiento de los niños, porque pretenden que aprendan a pensar más que a obedecer y a repetir, o porque creen que los datos sin el conocimiento de los procesos no tienen mucha utilidad.

Esta idea de un ayer glorioso, un presente dudoso y un futuro nefasto acompañó todas las premoniciones sobre la lectura. Al contrario de lo que se pensó, con la llegada de la era digital se lee mucho más que la década pasada y la anterior, según afirman muchos especialistas. Podrá cuestionarse “la calidad” de lo que se lee, pero eso es una discusión tan vieja como la lectura misma. ¿Será entonces que ya es hora de dejar de comparar el pasado con el presente para empezar a construir un futuro que supere los dogmatismos, los autoengaños y que permita la discusión y el respeto a la opinión del otro? Seguramente el pasado tuvo una infinidad de cosas que lo hicieron maravilloso, pero esas recetas ya no pueden aplicarse a ciegas porque los desafíos que hoy existen son otros, ni mayores ni menores, ni mejores ni peores, simplemente diferentes.

Gabriela Cruz

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