Final del juego
/Tengo un amigo que es de Racing. Lo compadezco genuinamente, no como cargada, porque le tocó ser de un equipo porteño (o bonaerense, es lo mismo) y por lo tanto cuando quiere ir a la cancha tiene que viajar muchos kilómetros, y de hecho lo hace frecuentemente. Hace un par de años, hablando sobre Diego Maradona, me dijo algo que en ese momento no entendí en su totalidad: “la diferencia de Maradona con cualquier otra persona es que él es hincha de la Selección. La gente es de River o Boca, vos sos de San Martín, yo soy de Racing, pero Maradona es el único hincha argentino”.
No recuerdo si esta conversación tuvo lugar antes o después del Mundial de Rusia y, por lo tanto, no sé si estaba hablando de los partidos en los que Maradona fue a alentar a la Selección (específicamente en el partido contra Nigeria, en el que un rayo de sol señaló a Maradona en una postal renacentista), pero creo que la idea merece una revisión más allá de esos escasos cuatro partidos.
Cada cuatro años se anuncia que el país está paralizado y mucha gente que no mira fútbol decide mirar el mundial, y algunos gritamos y nos emocionamos (yo grité con particular euforia los goles de Maxi Rodríguez en 2006 contra México y de Ángel Di María en 2014 contra Suiza, ambos en suplementario). Pero quien siga a su equipo todos los fines de semana sabe que el mundial es una eventualidad y una emoción efímera, y que la Selección es incapaz de ocupar la cabeza de alguien durante la semana laboral o de generar expectativas por un refuerzo proveniente del fútbol griego en pleno enero. El hincha patológico que describe Roberto Fontanarrosa en “La observación de los pájaros”, negado a ver un clásico rosarino y al mismo tiempo atento a cualquier señal de un gol mientras camina por una ciudad desierta, es inimaginable a nivel nacional.
Habrá un grupo de personas que prefieran a la Selección antes que a su equipo, pero no son hinchas: es gente que se compra una camiseta de Argentina como indumentaria turística. Entre los hinchas está mal visto poner a la Selección por encima del club, y yo en particular me niego a usar una camiseta titular argentina porque tiene los mismos colores que el clásico rival de mi equipo. Maradona es hincha de Boca, pero está más allá de esto porque el primer Maradona que se nos viene a la cabeza tiene la camiseta albiceleste, de la misma manera que el primer Riquelme tiene la camiseta de Boca. Entonces Maradona quizás es el único hincha argentino.
Entre las innumerables fotos de famosos con Maradona que circularon estos días aparecieron grandes exponentes argentinos de otros deportes, como Luciana Aymar, Gabriela Sabatini, Manu Ginóbili o Juan Martín del Potro. Maradona siempre alentó a colegas argentinos en una cantidad de mundiales, deportes olímpicos, copas Davis y competencias que, sin dudas, saturarían a cualquier otra persona. Por eso Maradona es también el verdadero fanático argentino.
Acá hago un paréntesis molesto, pero necesario: la mayoría o casi todos esos deportes me interesan muy poco. Deben ser emocionantes para quienes los jugaron, pero como entretenimiento televisivo me resultan un poco insulsos o, por lo menos, mucho menos entretenidos que el fútbol. Nos podemos preguntar si el fútbol es popular porque es entretenido o si es entretenido porque es popular. Yo, por ejemplo, no puedo terminar de definir si me gusta el fútbol en un sentido estético o si me gusta ir a la cancha o prender la televisión para gritar, cantar, putear, sufrir; desearle la muerte a un lineman y alejarme un segundo de la terrible racionalidad a la que me somete una carrera en ciencias exactas.
En todo caso habría que preguntarse por qué el deporte más popular es justamente el fútbol. Sobre esto, el ensayo “El fútbol asociado”, del filósofo tucumano Hernán Zucchi, postula que: 1) todos los deportes, menos el fútbol, se juegan con las manos, por lo tanto 2) todos los deportes, menos el fútbol, conciben al jugador como un ser dotado de manos y al hombre tal cual existe, y entonces 3) al negar y prohibir el uso de las manos, el fútbol traza un espacio abstracto e irreal y logra la misión del juego: forjar un universo diferente al cotidiano que nos arranque de las obligaciones rutinarias. La paradoja maradoniana es la siguiente: en ese mundo irreal, él fue el mejor, y lo fue precisamente porque rompió esa irrealidad utilizando la mano.
Pero la ruptura del fútbol al mundo real que logró Maradona fue mucho más allá. Si el gol a los ingleses pos-Malvinas tuvo un valor simbólico para todo un país, entonces Maradona es el ícono argentino. Y si ese gesto fue adoptado también por ex colonias inglesas históricamente oprimidas como la India, Bangladesh o la República de Irlanda; si en Italia, América o el Gran Buenos Aires fue un testimonio viviente de que el sur también existe; si hoy es homenajeado por un muralista sirio en las ruinas de Binnish porque es un símbolo de resistencia; si le hizo creer al mundo que quizás el tiempo realmente estaba a favor de los pequeños, entonces Maradona es el héroe argentino.
Y si la historia de su vida desde la pobreza hasta la gloria es epopeya y parábola, si su niñez fue el sacrificio de Doña Tota, si fue el hijo pródigo de Nápoles, si su figura pública no esquivó a ninguno de los siete pecados capitales, si fue sanador y también fue leproso, si vivió la penitencia del doping y el perdón de su primogénito, entonces Maradona es, a todas luces, el milagro argentino.
Mi amigo de Racing, esa misma noche, puso en su celular el célebre video de Maradona calentando al ritmo de “Live is Life” y me dijo “mirá, es un niño”. Ese Maradona, de brillante técnica y casi un prestidigitador, estaba frente a una semifinal contra el Bayern Munich y efectivamente seguía siendo un niño, demostrando que todo esto en definitiva es solo un juego.
Y si este es el final del juego, creo que lo jugó como nadie.