Pollo frito, fotos y flores para recibir a los muertos
/“Cuando hay muchas mosquitas es porque la almita está dando vueltas”, dice con seguridad Alejandra “Kuki” Ramírez, una vecina de 41 años del barrio Ampliación Victoria, que pertenece a la comunidad boliviana de Tucumán y que honra a sus difuntos todos los años con ofrendas para recibirlos. “Todo esto lo he mamado de mi mamá, lo hice toda mi vida”, comenta sobre el ritual milenario.
En la cultura andina -que atraviesa mayoritariamente a los pueblos originarios de Bolivia, y también de Jujuy y Salta-, los seres vivos mantienen contacto con los muertos. Esto sucede todos los 1 de noviembre (Día de Todos los Santos), desde el mediodía, hasta el 2 incluido (Día de los Fieles Difuntos). Esas fechas tienen el mismo valor y tiempo de preparación que la Navidad católica: las familias ornamentan un banquete en el que disponen todas aquellas comidas y bebidas que sus amados difuntos disfrutaban en vida y esperan, con ansias, su visita. Se trata de una práctica de origen prehispánico y que, producto de la conquista, hoy combina algunos aspectos con rituales de la religión católica: las almas, antes de llegar al cielo, pasan por las etapas de purificación para ser perdonadas por sus pecados y alcanzar la eternidad. Muchos y muchas creen que ese ascenso espiritual puede ser impulsado gracias a estos homenajes. Solo hay que respetar el culto elevando oraciones, recordando a los difuntos y colocando sus fotografías en la ceremonia.
A veces suelen apilarse mesas -desde las más grandes hasta las más chicas- que intentan asemejarse a un altar. Se las cubre con un mantel y en la punta se colocan los retratos de las almas nuevas, es decir, de las personas que fallecieron durante el último año; el orden de las demás es descendiente.
La mesa de base contiene todas las comidas elaboradas en el hogar que serán disfrutadas por las “almitas”. Ellas viajan desde algún lugar, se introducen en las moradas en las que habitaron, se rodean de aquellos a quienes amaron y degustan los alimentos. A veces hasta dejan evidencias de que estuvieron allí: “si dejás un vaso de agua o vino, al otro día vas a ver que está más vacío”, relata Kuki. Además, los fieles reproducen el rumor de haber comprobado que esas comidas cambian su “esencia” y sabor luego de ser consumidas por sus difuntos.
Esperar a los que partieron
Una luz tenue ilumina el altar de Ramírez. Proviene de dos únicas velas situadas en la mesa de base. En el espacio que montó con la más auténtica fe y devoción, diversos rostros inmortalizados y serios posan desde los retratos. Se distinguen imágenes en blanco y negro, algunas más antiguas que otras, en las que hay manchas de un marrón sepia irregular. Las almas nuevas, en cambio, presentan las mayores sonrisas y colores. Kuki debió editar e imprimir algunas fotos para separar a los vivos de los muertos. “Si los pongo, puedo provocar que el año que viene pasen al altar”, señala, con temor. El paisaje se completa con flores de plástico y un ángel de porcelana, que representa a los bebés perdidos en la familia. Y en cada alimento hay una historia: fueron pensados con el deseo genuino de complacer los gustos de los difuntos. Entre ellos destacan delicias que, Ramírez expresa, provienen de su Bolivia natal: escabeche, picante de pollo, chuño, pollo frito, capias caseras (galletitas dulces) y jugo loco. También hay caramelos, una escalerita (hecha con harina, representa el ascenso de las almas al cielo), rollos de queso, leche (para las almas de niños y niñas) y vasos de cerveza y vino “porque en mi familia eran todos borrachines”, cuenta divertida.
Las leyendas y mitos en torno a esta antigua práctica son muchas, únicas, y buscan la armonía entre la luz y la oscuridad a las que suelen asociarse, respectivamente, la vida y la muerte. Se festeja la muerte con vida.
Kuki guarda en su corazón una gran añoranza por sus vivencias en Bolivia y también en Jujuy, donde vivió durante un tiempo. En esos lugares fue parte de los más grandes mesones de ofrendas, donde se multiplicaban los “turcos” (figuras moldeadas en harina) con forma de personas y animales, uno de los manjares típicos de esta costumbre. Sin embargo, a pesar de la distancia, nunca dejó de realizar su homenaje, a su manera. “A mí siempre me dicen que después de tantos años de vivir acá (30), sigo manteniendo mi cultura. Y sí. Yo creo en esto, creo en las almas, sé que vienen a acompañarnos. Por eso no puedo no servirles un plato de comida en estas fechas”.
Y para remarcar sus profundas convicciones añade una peculiar anécdota. “Cuando era chica, a los ocho años, en esta misma fecha, estábamos haciendo el cabo de año de mi abuela -primer aniversario de fallecimiento-. Mi mamá trabajaba vendiendo comida en el mercado. Ya habíamos armado el altar, uno altísimo, llegaba hasta el techo y todavía no era el mediodía del 1 de noviembre. Ella quiso sacar una mesa del altar para irse a vender. Se subió para sacar una de arriba y apenas pudo tocarla, la mesa se hizo trizas”. Y enfatiza: “se hizo trizas”. Su madre le dijo, con profundo misticismo: “esa es la abuela que me está diciendo ‘te vas a vender en vez de esperarme’”.
Ramírez reconoce que este año es el más sentido para ella: varios familiares murieron por coronavirus y también una tía, en un accidente. “No le hemos contado a mi mamá porque está enferma y se puede poner mal. Pero aproveché cuando dejó de rezar y cantarles a los difuntos para poner en el altar la foto de mi tía. Si no, es como si no la tuviera en cuenta”.
A pesar de presentar una imagen sombría, el ritual no es en esencia algo triste: se trata de una celebración festiva, con vestigios de melancolía. A diferencia de otros ritos, la visión indígena percibe la conexión con sus muertos como algo alegre, digno, puro, inevitable. La muerte como parte de la vida. Algo que se vive desde la colectividad, el compartir con los demás los recuerdos de los seres queridos para que estos no se desvanezcan en el acto ineludible de la muerte. Y transmitir la costumbre de venerarlos, de generación en generación.
Solo después del mediodía del 2 de noviembre, las familias pueden repartirse los alimentos y consumirlos. Y para esa hora, las almas agasajadas ya habrán retornado, gustosas, al lugar del que vinieron.
Algo es cierto: a todos nos llega la muerte. “Lo único que espero es que esta mesa no sea más grande el año que viene”, finaliza Ramírez.