Del hospital psiquiátrico a los mates y ‘asaditos’ en una casa libre

Fotografía de Alejandro Sarmiento | La Palta

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Una vivienda cómoda con tres habitaciones, living, comedor y un patio grande con árboles de naranjas y limones es el nuevo hogar en el que conviven cinco hombres que, tiempo atrás, estuvieron internados por padecimientos psiquiátricos. Para casi todos, esta es una vida totalmente nueva y con mayor libertad. El lugar, que se conoce como Casa de Convivencia, está situado en el barrio Kennedy de la capital tucumana y debe su existencia a la Ley Nacional de Salud Mental Nº 26.657, sancionada en 2010. Depende del Hospital Obarrio de Tucumán, que brinda servicios de salud mental, y comenzó a funcionar en enero de 2020 para que los usuarios, luego de la institución, retomen sus vidas e independencia de manera progresiva. 

En la galería de la casa, cuatro de sus cinco habitantes se sientan alrededor de una mesa ratona. Saben que van a ser entrevistados y brindan su consentimiento; el quinto, en cambio, permanece en su habitación. Entre cigarrillos, mates, tortillas y algún que otro chiste, los residentes comentan desde el principio que sus días transcurren como los de cualquier otra persona: “como en cualquier casa normal”, afirman. 

Quizás para romper el hielo, Eduardo Herrera, de 29 años, comienza a contar su historia frente a Nazarena María -residente de Psicología Clínica del Obarrio, quien decidió acompañar este encuentro-, un fotógrafo y sus compañeros, que lo escuchan con atención.

 
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Fotografía de Alejandro Sarmiento | La Palta

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Eduardo

“Hemos superado un largo proceso para estar aquí”, dice, expresando con la mirada algo que solo sus compañeros pueden entender. Aquel proceso al que se refiere no solo incluye los padecimientos mentales, sino también la internación durante años, el tratamiento y el no estar con la familia durante ese transcurso. Desde chico fue siempre inquieto, recuerda Eduardo, y también fue bueno en los deportes. Practicaba taekwondo y llegó a portar el cinturón negro, la máxima categoría para esa práctica. Pero en la escuela solían acusarlo de mal comportamiento.

Todo comenzó a sus 14 años. “Un día mi papá me dijo ‘si vas a seguir así en la escuela, venís conmigo al Mercofrut’”. Así comenzó a trabajar en una de las ferias más importantes de la provincia, donde muchas familias comercian frutas y verduras, y hasta indumentaria y accesorios.

En ese lugar conoció las drogas: “mi patrón me las dio y me hice adicto. Y ahí entraron varias personas a mi cuerpo que me hacían robar y hacer cosas malas”, dice, y mira hacia el piso con evidente aflicción. “Pero yo no tengo una enfermedad, eran solo las drogas, eso me hizo caer. Ahora llevo 15 años sin drogarme”. Eduardo recuerda que también entonces su entorno se hizo mucho más violento. “He peleado una vez con uno del Mercofrut, que era conocido ahí, le decían ‘Pucheta’ -alude al reconocido boxeador Emiliano Pucheta-. A él le gané: le rompí la nariz. Y él me ha hecho volar un diente”.

Cuando su adicción a las drogas empeoró, Eduardo fue internado en el Obarrio, donde permaneció por casi 14 años, la mitad de su vida. Hoy recuperado, afirma que se siente muy bien y que está orgulloso de haber sido  uno de los primeros beneficiados por la Casa de Convivencia. También comparte sus sueños: le gustaría tener una novia y casarse algún día. Y si fuera millonario, dice, se compraría una casa, enseñaría taekwondo y también viajaría a Estados Unidos.

Según José Luis Rogero, médico psiquiatra e integrante del Centro de Estudios y Acciones en Salud Mental y Derechos Humanos (CEA) de Tucumán, las internaciones más comunes en salud mental son por adicciones. El Primer Censo Nacional de Personas Internadas por Motivos de Salud Mental, realizado en 2019, arrojó que más de 12.000 se encuentran institucionalizadas. Sin embargo, este relevamiento no contempló a quienes tienen drogodependencia, por lo cual se estima que las cifras son más altas.


Fotografía de Alejandro Sarmiento | La Palta

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Adrián

“A mí me agarró estrés post traumático producido por el trabajo”’, dice Adrián Gutiérrez, de 49 años. “Antes de enfermarme yo trabajaba un montón y hacía muchos adicionales, nunca estaba en la casa. Salía de un trabajo y enganchaba el otro”. Con un año de internación, Adrián es el que menos experimentó los efectos del encierro prolongado en instituciones.

Guitiérrez nació en Capital Federal y a los ocho años se mudó con sus padres tucumanos a la provincia. A los 19 ingresó a la Marina y a los 21, a la Policía Federal, donde cumplió 18 años de servicio, que concluyeron cuando necesitó atención psiquiátrica. Luego de tres internaciones por recaídas, quedó finalmente en el Obarrio.

Las internaciones reiteradas son comunes, explica Benjamín Azar, psicólogo y becario de Conicet, también perteneciente al CEA. “Existe un fenómeno metafórico, el de ‘la puerta giratoria’: recibís al paciente, le das el alta y después vuelve. Quiere decir que hay cosas en este esquema que no están funcionando”. Y explica que no se trata de un mal accionar de los profesionales que trabajan en esas instituciones, sino de dispositivos que no se ajustan a las realidades complejas de los usuarios. En lugar de ayudarlos, el sistema termina por segregarlos. “Los hospitales psiquiátricos, al igual que las cárceles, terminan siendo mecanismos de control y exclusión. Ocultan lo que la sociedad no quiere ver”.

Durante el tratamiento, Adrián se separó y luego perdió a su madre. “Se venía comentando que abrirían una casa para los que no teníamos dónde vivir. Pero no sabíamos si era verdad o mentira”. Ingresar a esta vivienda se convirtió en un gran impulso para reforzar su independencia, dice. “Acá tenemos más libertad, no hay enfermeros todo el tiempo; nos ayudamos entre nosotros. Cuando uno sale, avisa adónde va y a qué hora vuelve. Podemos salir a comprar, pasear o visitar a la familia; no hay que preguntar a nadie: lo hacemos y listo”. Y cuenta con alegría que suele visitar a sus tres hijos a diario.

Junto con Eduardo trabajan en el quiosco del hospital Obarrio, donde generan sus propios ingresos. Sueña con conseguir otro trabajo que le permita alquilar, solo para que alguno de sus hijos -“el que quiera”, dice- pueda vivir con él.

Fotografía de Alejandro Sarmiento | La Palta

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Juan

Juan Lizárraga tiene 61 años y es el que más tiempo vivió institucionalizado: 30 años. Su primera internación fue a los 16. Después regresó a su casa y estuvo en pareja, y luego de un tiempo volvieron a internarlo. Juan permaneció desde entonces en el Obarrio, ya que tras separarse durante el tratamiento, no consiguió lugar donde vivir. “Yo me enfermé de los nervios. En mi cabeza era el problema. En el hospital me dieron remedios, pastillas. Pero ahora no tengo familia. Me queda una de mis hermanas que antes la veía en el hospital y ahora ya no. No sé si sabe que estoy acá”.

Como Juan, son muchos los usuarios crónicos, pero -por lo general- esto nada tiene que ver con su estado psiquiátrico. “Algunos llegan a la institución por un padecimiento de salud mental y después, al no haber un entorno que los reciba ni acceder a un trabajo, quedan institucionalizados. La permanencia no siempre tiene que ver con la cuestión mental en sí”, señala Rogero. En ese sentido, los datos del censo indican que el promedio de internación es de ocho años. Sin embargo, la ley especifica que el tránsito por esas instituciones debería ser breve y solo existir en casos excepcionales.

Concretar el proyecto de la Casa de Convivencia generó resistencia por parte de los vecinos: algunos tenían miedo. “Hay que dejar de pensar que son personas peligrosas, ya no se utiliza ese término”, señala Azar, y añade que las personas con trastornos no necesariamente representan un riesgo para los demás. “La peligrosidad es algo inherente al individuo. Hablemos de riesgo en su lugar: los trastornos mentales son circunstanciales, y determinadas situaciones pueden presentar un riesgo y otras no. Además no cualquier patología necesita de una internación”

Por su parte, Juan comenta que le gusta vivir en esa casa con sus compañeros. Todos se dividen las tareas del hogar y disfrutan de compartir mates, charlas y salidas para hacer compras. Hasta hace meses Juan trabajaba como cajero en el Obarrio, pero tuvo que dejarlo ya que una parálisis en uno de sus pies le impide caminar con normalidad.

Su deseo es volver a trabajar.

Fotografía de Alejandro Sarmiento | La Palta

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Carlos

“A mí no me vienen a visitar mis hermanas. Yo quiero hablar con ellas porque tengo una casa en Bella Vista. Solo tengo que conseguir que el hospital de ahí me dé la medicación. Pero ellas no me atienden el teléfono”. Carlos Brandán tiene 46 años y muestra un ansiado anhelo de volver a su propio hogar. Para que no queden dudas de la incomunicación con sus hermanas, acude de inmediato a su celular y muestra las llamadas que realizó y nunca fueron atendidas.

Carlos pasó por muchos trabajos antes de enfermarse. El episodio que recuerda como la concreción de su patología fue una caída que sufrió mientras se desempeñaba como chofer de colectivo, en Bella Vista, a los 29 años. “Ya venía confundiéndome mucho. Me tropezaba y, a veces, me caía. Pero un día me caí feo, me golpeé la nariz y las piernas, y me dio una convulsión. Después de eso me internaron, me operaron de la rodilla e hice fisioterapia”.

Desde su internación, Carlos toma permanentemente pastillas; al dejar la institución, ya en la Casa de Convivencia, le costaba organizarse y recordarlas. “Cuando vienen los enfermeros me ayudan con eso y otras cosas”. Se refiere al equipo interdisciplinario de profesionales que los visita, evalúa la estadía y acompañan en este proceso.

A Carlos le encanta limpiar. Uno de sus compañeros dice que es el “barrendero” de la casa. Dice también que le gustan los “asaditos” que hacen algunos domingos, cuando cobran.

Su angustia actual es el distanciamiento con sus hermanas y la necesidad de hogar. Esta es una realidad de muchos de los internos de los hospitales psiquiátricos. Los datos del censo arrojaron que el 34,1% no recibe visitas. Además, la casa propia es un asunto de gran complejidad: si bien el 58% manifestó contar con una vivienda, el 26% no puede disponer de ellas.

Cuando concrete el deseo de volver a su casa, Carlos sueña con conseguir un empleo nuevamente, y asegura que puede trabajar de cualquier cosa: “yo sé hacer de todo”. Este lugar, según la psicóloga María, quien trabajó tiempo atrás con este grupo, está teniendo frutos verdaderamente positivos. “Antes habría sido impensado que ellos se animen a dar una entrevista. Esto es algo bueno. Y que ellos tengan su propio espacio, también”.

 
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“¿Quieren sacarse una foto?”, pregunta el fotógrafo. Los cuatro, uno por uno, salen afuera de la vivienda. Llevan una silla, la sitúan en la vereda, y posan mientras son retratados. Luego se toman la fotografía grupal, en el medio de la calle, e ingresan de nuevo al domicilio.

Al final de la tarde, los hombres hablan sobre equipos de fútbol mientras van terminando las últimas rondas de mate. Eduardo cierra la reunión exhibiendo su técnica de mortero aprendida en taekwondo, que casi termina en caída; Carlos saluda amablemente; Juan agradece la visita, y Adrián pregunta en tono bromista si después de conocerse sus historias se convertirán en personas famosas.

La Ley Nacional de Salud Mental: expectativas y realidad

La Ley Nacional de Salud Mental cumplirá 11 años en diciembre. Fue promulgada por la ex presidenta Cristina Fernández de Kirchner,es pionera en Latinoamérica y dio respuesta al arduo trabajo de organizaciones de derechos humanos que venían alertando sobre la situación en los centros psiquiátricos, que incluían violaciones a los derechos de los pacientes.

La norma establece como prioridad tratar a los usuarios de la salud mental como sujetos de derecho, así como reconocer su autonomía y decisiones durante el tratamiento. Esto abrió un abanico de nuevas prácticas que los profesionales en el área y el mismo Estado debían adoptar. Entre ellos: el cierre de los manicomios -con fecha última para 2020- y, con ello, la apertura de nuevos espacios para la externación (dar de alta a un paciente) y reinserción en la sociedad a través de “Casas de Medio Camino” o “Casas de Convivencia”.

El primero de esos objetivos aún no se efectivizó. “La lógica manicomial no funciona. Ya está comprobado, son siglos de esto. Tenemos experiencias de otros países que comprueban mejores prácticas, y también hay estudios científicos avalados que demuestran que los encierros no producen efectos positivos”, explica José Luis Rogero,médico psiquiatra e integrante del Centro de Estudios y Acciones en Salud Mental y Derechos Humanos (CEA) de Tucumán.

Varias son las patologías que pueden identificarse en establecimientos psiquiátricos: trastornos depresivos, espectros de esquizofrenia, adicciones, entre otras. Sin embargo, padecer alguna de ellas no equivale a una internación.

Una de las cuestiones que la ley intenta resolver es la falta de decisión de los pacientes en los tratamientos: “antes, si un juez o un médico decían que vos eras un peligro para la sociedad, era motivo suficiente para que te internen. Así hubo personas encerradas injustamente. Hoy la norma establece que tiene que existir un equipo interdisciplinario que valide eso y que, a la vez, realice un seguimiento del caso: el Órgano de Revisión”, señala Benjamín Azar, psicólogo y becario de Conicet, pertenece al CEA. El Órgano de Revisión es un dispositivo propuesto por la ley que en la mayoría de las provincias es aún inexistente, incluso en Tucumán. Se prevé que esté integrado por agentes estatales, así como por organizaciones de derechos humanos que fiscalicen su cumplimiento.

Según los profesionales, una de las razones por la que la implementación de la ley es irregular, es que necesita de un Estado más presente. Además, precisa de un recambio presupuestario: el 10% de los montos totales de la salud debería ser destinado a la salud mental. Sin embargo, actualmente es del 1,8%.

Por otra parte, la ley introdujo un cambio único en la metodología tradicional en torno a la salud mental. Hoy hay transformaciones sustanciales y positivas según los profesionales, pero, entre otras cosas, todavía hace falta la concientización social. “Para empezar, los medios deben aflojar un poco al morbo, dejar de resaltar la supuesta peligrosidad de personas con trastornos de la psiquis y tratarlos como sujetos de derechos”.

Por último, Azar señala que, además, la sociedad debe informarse más y abandonar los prejuicios contra este sector de la población: “los padecimientos mentales no tienen que ver con el ser de la persona. No es que vos sos lo que la enfermedad te dictamina. Hoy se usa de manera reivindicativa el término ‘loco’, porque ¿quién no tuvo un momento de locura alguna vez? Todos podemos estar locos en algún momento. La locura es estar siendo loco. No es que lo sos”.