Selva Varela: de la tragedia a la danza como resistencia
/“¿Querés que baje la música? Porque, si no, me pongo a bailar”, dice -divertida- Selva Istueta en su domicilio. Es una mujer de 44 años de belleza imponente, simpática, que guarda una historia muy dolorosa: es hija de montoneros, y quedó huérfana dos veces durante la dictadura cívico militar. Es antropóloga y profesora de danzas africanas: conduce el ballet Bembé Guiné, un espacio artístico que además de vivir la expresión del cuerpo como arte, lo hace como resistencia, y hoy es habitual encontrarlo en las manifestaciones sociales.
Nació en Buenos Aires y vive en Tucumán junto con su esposo y su hija de cinco años. Sus padres biológicos, Claudia Istueta y Mario Bardi, fueron desaparecidos en 1977; y luego los adoptivos, Nora Larrubia y Carlos Karis, también montoneros, fueron secuestrados en los 80 y hasta hoy permanecen desaparecidos.
La casa de Selva tiene colores, como ella. Sin dejar de mostrar su amplia sonrisa que va desde una mejilla hasta la otra, como esas de publicidad, inicia su relato con un planificado orden. Es que contar su historia es complejo: preparó un mapa en la mesa de su vivienda, con una colección de fotos que conserva desde hace tiempo. “Así me organizo y no te mareo”, señala, con dulzura.
Fotos de su infancia, de sus padres biológicos, de los del corazón, y de su abuela Amalia Job. En ese laberinto genealógico también hay una carta de amor que su padre biológico le escribió a su madre, además de un expediente que detalla su secuestro y un recorte de diario donde lo mencionan como un “subversivo” caído-fallecido en un operativo en el 77.
Todo parece caótico, pero Selva ha trabajado gran parte de su vida para complementar los recuerdos propios con los inducidos, y armar de a pedacitos su identidad.
Esta historia tiene muchas capas; “como las capas de la cebolla”, define ella con una sonrisa.
Primera capa de la cebolla: padres biológicos
“Yo no tengo memoria de ellos. No obstante, están en mi cabeza y fui construyendo cómo son mis papás. Mi mamá es Claudia istueta y mi papá Mario Bardi”.
Dicen que esa pareja era obstinada. Las fotos que los inmortaliza los muestra joviales y con looks setentistas. “Creo que heredé la genética de los dos”, dice Selva mientras las separa. Es cierto, hay algo en la mirada y en los gestos que no permiten determinar a quién se parece más.
Ambos se conocieron en una militancia barrial-católica, que después abandonaron. Y con un compromiso mayor, luego se unieron a Montoneros, donde alcanzaron rangos de relevancia: ella en el área de sanidad y él en la conducción nacional. Se recibieron de médicos.
“Fue una ruptura generacional”, dice Selva mientras repasa el origen ideológico de sus padres. Provenían de familias de clase media, tenían títulos universitarios, casa y seguramente un futuro prometedor. “¿Por qué dan la vida por esto?”, les decían sus parientes, que rechazaban su militancia.
Selva vino al mundo como Selva, pero también con el apodo de guerra “Pajarito”. Los sobrenombres eran comunes en la organización debido a que estaban sujetos a la actividad clandestina.
Al mes y medio de vida de la niña -es decir, en enero del 77-, a Mario lo interceptó un grupo de hombres mientras ingresaba a su trabajo en una clínica de Lanús. Según Selva, para esa época Montoneros había consolidado el hábito de ingerir una pastilla de cianuro en caso de secuestros para autoeliminarse y no brindar datos de sus compañeros. Bardi lo hizo, pero los militares ya conocían esa práctica, y en esa misma clínica le realizaron un lavado de estómago.
Lo que se supo después es que estuvo en Campo de Mayo -predio militar donde alojaron a numerosos detenidos-: nadie sabe si llegó vivo o muerto.
Luego de esta pérdida, Selva quedó al cuidado de su mamá, que debía trasladarse constantemente de un domicilio a otro para mayor seguridad de las dos. Cada vez que un compañero de la agrupación “caía”, ellas estaban ante el peligro inminente de que los militares recogieran información sobre su paradero.
En noviembre de ese mismo año, a Claudia la citó un tal “Juan” en un café. La mujer dejó a Selva al cuidado de dos compañeros suyos de la organización: Carlos Karis y Nora Larrubia. Se dice que esa reunión estaba “envenenada”, pues Claudia nunca regresó y continúa desaparecida.
Segunda capa de la cebolla: padres del corazón
“Mis recuerdos son con mis segundos papás, los del corazón”. A medida que Selva avanza en el relato, los episodios se hacen más dolorosos y traumáticos, pero ella no pierde la ternura ni la sonrisa. Hay una certeza en su infancia: sus padres adoptivos la criaron como hija propia y la colmaron de amor.
Karis provenía de Miramar y Larrubia, de Río Cuarto. Coincidieron en La Plata a finales de los 60, en la carrera de Medicina, y se enamoraron. Primero militaron en la Juventud Peronista y después en Montoneros. Cada vez que Selva los nombra, se refiere a ellos como “mis papás de corazón” o “mis segundos papás”, y con un pronunciado cariño.
En el 77, la vida de ambos ya se encontraba en peligro y decidieron partir hacia la zona sur de Buenos Aires, donde pasaron a estar bajo la responsabilidad de la madre biológica de Selva en la columna sur de Montoneros. “No sé si es casualidad o quizás convivían, pero el día que secuestraron a mi mamá, yo estaba con ellos”.
Como muchos militantes, Claudia Istueta -madre biológica de Selva- anticipó su desenlace, y dejó escrita una última voluntad: que su hija quedara bajo cuidado exclusivo de sus compañeros. “Ellos se presentaron con esa carta en la casa de mi abuela y le explicaron lo que había pasado con mi mamá. Le dijeron que podían asumir la responsabilidad de cuidarme. No obstante, no iban a dejar de militar”.
La súplica de Claudia fue aceptada por Amalia Job, pero pidió una sola condición: mantener contacto permanente con su nieta. Así fue que armaron esquemas cuidadosos de visitas. Siempre se presentaban en lugares públicos y siempre neutrales, como cementerios o plazas. Amalia no podía visitarlos en el lugar donde vivían porque, en ese entonces, poseer información sobre algún militante implicaba serios peligros para sí misma y para los miembros de la agrupación.
Mientras tanto, Montoneros preparaba el exilio de los sobrevivientes y una planificación estratégica que se conoce como Contraofensiva: un reagrupamiento para retornar al país y ejecutar acciones que resistan la dictadura.
Nora y Carlos salieron por Tilcara, y llegaron al Distrito Federal, en México, donde instalaron su base operativa. Luego de un intenso entrenamiento, realizaron la primera Contraofensiva con algunas acciones más exitosas que otras; Selva y otros hijos de montoneros quedaron en una guardería de Cuba. Después de cumplir con el cometido, nuevamente se exiliaron para preparar la segunda Contraofensiva, y volver definitivamente al país.
Selva explica que, luego de que la buscaran de Cuba, estuvieron de nuevo en México, esta vez en Acapulco. Recuerda con extrañeza que su abuela Amalia los visitó allí. “Ella les rogó a mis papás que no volvieran a la Argentina, les dijo que todavía no estaba dada la situación para hacerlo”. Pero no hubo caso y, para ese momento, Nora se encontraba embarazada de quien se convertiría en el hermano de Selva: Juan Carlos. “No tenemos fecha exacta de cuándo nació, ni el lugar. Suponemos que fue en junio”, dice mientras escoge una foto de un bebé, sostenido por una pequeña Selva en brazos.
Selva continúa explorando sus recuerdos y aclarando detalles, sin dejar de complementar lo que dice con más fotos.
Las atrocidades que vivió no son acompañadas por su voz calma y amable. Hay algo evidente: elaboró y reelaboró de múltiples formas su pasado, a lo largo de su vida. Siempre con información prestada, siempre investigando y viviendo procesos que solo ella conoce. “Pasamos mucha pobreza cuando volvimos al país. Me acuerdo que Carlos tenía que trabajar de albañil y volvía con las manos lastimadas. Era muy austero todo. Por ejemplo, íbamos al supermercado y me metían comida en el vestido”.
“Mamá, te extraño”, se escucha mientras Selva cuenta la vida precaria que llevaba en aquel momento. Una niña, idéntica a las fotos que muestran a la pequeña Selva, aparece tímidamente desde una de las habitaciones. “Yo también mi amor, ya vamos a compensar el tiempo perdido”, responde Selva, cómplice y divertida a la vez. Ante el innegable parentesco, muestra más fotos de sí misma cuando tenía la edad de su hija “Latina”. Son muy parecidas, pero sus infancias fueron completamente diferentes.
Selva retorna a su historia. Montoneros ya había efectuado su accionar sin un verdadero efecto. A la vulnerabilidad económica se le sumó el casi nulo apoyo a la organización. La aniquilación de opositores por parte de las fuerzas militares era cada vez más efectiva, y también el manto desaparecedor alcanzó a Karis y Larrubia.
“Me acuerdo que era la siesta. Escuché mucho ruido y violencia en la puerta. Carlos salió a ver qué pasaba y yo vi todo desde adentro, a través de la ventana. Eran muchos tipos con armas grandes y largas, y también había muchos autos. Vi que discutían y que a mi papá lo tironeaban. Salimos con Nora, que tenía a Juan Carlos en un brazo, y a mí me llevaba de la mano con el otro. Fui testigo de todo el forcejeo, y cómo a Carlos lo tenían de los pelos y sujetado de las manos. A mis papás se los llevaron hasta la esquina”.
Un militar engominado, pulcro, que presentaba una excesiva calma, alzó a Selva y la subió a un auto. “¿Qué pasó con mi papá? Quiero ir”. La niña lloraba mientras otro hombre sostenía a su hermano en brazos. “Ya va a venir tu papá, tranquila”.
Después de que se llevaran a sus padres, los hermanos fueron depositados en la casa de una vecina muy humilde, Julia Curra, que ya tenía varios hijos, pero que por razones humanitarias o quizás por miedo optó por recibirlos.
-¿Cuando vas a volver mamá? Estás tardando - vuelve a aparecer Latina.
-Te amo. Yo también te extraño mucho.
El 10 de junio pasado culminó el Juicio por la Contraofensiva de Montoneros, proceso en el que se juzgaron las causas de Nora Larrubia y Carlos Karis. Durante su transcurso, Selva y numerosos testigos declararon acerca de la desaparición, secuestro y tortura que sufrieron las víctimas. Fue un intenso proceso atravesado por la pandemia, y Selva fue la última persona que brindó testimonio de manera presencial en Buenos Aires, antes de la cuarentena. “Me siento muy bien de haber ido, no lo dimensionaba hasta que fui. Fue bueno contarlo y, sobre todo, ante un tribunal. Porque si bien consiste en una reparación personal, también lo hice por ellos”.
Selva compartió la vida con sus padres de corazón hasta los 4 años.
Tercera capa de la cebolla: la abuela Amalia
Al dejar de tener noticias sobre los padres adoptivos de su nieta, Amalia emprendió una búsqueda incansable. No tenía pistas, tampoco sabía dónde vivían Carlos y Nora. Ya se lo imaginaba: podrían estar muertos.
Una de sus herramientas de averiguación eran los medios de comunicación, que difundían los casos de “enfrentamientos” entre las fuerzas públicas y los “subversivos”, como solían nombrarlos. “Ella veía los operativos en el diario y si en ellos se mencionaba a una nena o un bebé, se iba ciega a buscarnos. Así estuvo por muchos lugares”.
Fue una búsqueda solitaria. Amalia había quedado viuda muy joven y la familia paterna de Selva estaba muy enojada, por lo que no colaboró. Era un camino sin pistas, caracterizado por un completo misterio.
Una hermana de Amalia trabajaba en una escuela de Villa Centenario donde -sin que ellas lo supieran- habían estado viviendo Carlos y Nora con sus hijos. Un día, la directora del establecimiento la citó para darle una información: “sé que tenés familia desaparecida. Hubo un operativo por acá cerca; hay una nena y un bebé, quizás son ellos”. De inmediato, le transmitió el dato a Amalia, pero esta lo recibió con mucha desconfianza. Había recorrido todo tipo de barrios y ciudades y estaba demasiado agotada. Sin embargo, acudió a la zona y preguntó a cada vecino por alguna información que pudiera servir. Nadie sabía nada.
Casi sin esperanzas, caminó sin rumbo, hasta que se topó con una casa en cuyo patio trasero jugaba una niña. “Abuela, llevame”, le dijo la pequeña en cuanto la reconoció. Era Selva. “Yo la vi pasar y me pareció algo normal, no dimensionaba lo que estaba ocurriendo”, cuenta ella. Fue una vivencia insólita, pero las alegrías y soluciones no llegaron con aquel encuentro.
“Todo lo demás fue difícil, estigmatizante”, continúa Selva. “Mi abuela fue a la comisaría, denunció, pero tenía el problema de que el bebé no era su nieto. Ella les contó que había dejado de ver a mi mamá hacía mucho tiempo y que como yo decía que era mi hermanito, se tenía que suponer que era de la familia. Yo no me acuerdo, pero mi abuela me contó que pasé una noche en la comisaría, y los policías me hicieron muchos interrogatorios: ‘¿Quiénes eran tus papás? ¿Cuáles eran sus apodos? ¿Quiénes eran sus amiguitos?’”.
“Recuerdo que ni bien llegué a la casa de mi abuela, ella tenía un perro y le dije ‘ahora ese perro se va a llamar Pajarito y yo voy a ser Selva’”. Amalia, con amor y dedicación, le armó un álbum de fotos mediante el cual le explicó su árbol genealógico y lo que había ocurrido con sus padres.
Parecía que ahora sí se iniciaba una etapa de normalidad y tranquilidad. Pero la infancia de los hermanos tomaría una nueva dirección, ya que la hermana de Claudia Istueta solicitó a Amalia hacerse cargo de los niños, casi sin posibilidad de encontrar un no como respuesta, ya que la abuela era muy mayor para cuidarlos.
Cuarta capa de la cebolla: el proceso de búsqueda de identidad
A Selva le apasiona la danza. Es la forma más leal de expresión que encuentra en sí misma. Según ella, es lo que le permite aventurarse en algo completamente despojado de su realidad. Es su propia contención.
Su cuerpo estilizado habla por sí mismo de todo el trabajo que los pasos del ballet implican: fuerza, habilidad, destreza, soltura. Pero en su vida también está la antropología: investigar para conocer, estudiar para comprender. Y en su caso, saber para aceptar.
Una de las cosas que tuvo que aceptar fue que no siempre la familia es lo que hace bien. Tal fue el caso de su tía, quien la crió hasta que pudo independizarse. “Tengo el recuerdo de esperarla en el aeropuerto. Mi abuela me había dicho ‘cuando llegue decile mamá’, pero ya era mi tercera mamá”, dice Selva con melancolía. La familia de su tía comprendía un matrimonio con una hija -su prima-, que habían estado viviendo en Brasil y que ahora regresaban a la Argentina.
“Fue un desastre”, expresa, con gran énfasis, cuando se refiere a esa etapa de su vida. “Claramente no compartían nada de lo que habían hecho mis viejos y me lo decían. Me mandaron a un jardín horrible, después a una escuela del Opus Dei. Además, teníamos diferentes apellidos mi prima, Juan Carlos y yo, y terminábamos inventando historias porque las maestras nos hacían bullying. Era una revictimización permanente. Y en la familia pasaba lo mismo, nos inculcaron el discurso de que nuestros padres nos habían abandonado y que ellos, mis tíos, eran los héroes que nos habían adoptado. Nadie en ese contexto pensaba en nuestra salud mental”.
Selva reconoce que la relación entre sus tíos era violenta, cuenta que se arrojaban objetos y que peleaban constantemente. Luego de dos años, se separaron.
A los 17, Selva comenzó a buscar información sobre su historia y se contactó con ex compañeros de sus padres. “Eso fue abrir una serie de ventanas fuertes, ya que venía de una caja de cristal muy violenta. Los compañeros se emocionaban mucho porque me veían igual a mi mamá, y no sabían muy bien qué decirme y qué no. Me hablaban de pastillas de cianuro y desapariciones”, recuerda. “Me acuerdo que una de las primeras veces que me vi con una compañera, que fue muy amiga de mi mamá “Lila”, lo conté en casa, y fue tremendo. Me llevaron a la casa de ella, y la obligaron a arrancar de su agenda mi teléfono”.
Selva se entregó completamente a la indagación sobre su historia. “Empecé a transitar lugares como la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep) y así también entendí la decisión de mis padres de militar. Se abrió un universo nuevo para mí. Lo fui asentando con el tiempo y con terapia para transitarlo de la manera más saludable”.
A los 18 años se enteró de que sus padres eran propietarios de una casa en Lanús que había sido desvalijada y robada por los militares, primero, y una serie de “dueños” ilegítimos, después. Luego de incontables gestiones, logró tomar posesión de la vivienda y comprobó que se encontraba en un estado de completo deterioro, y que debía hacer una reconstrucción y limpieza profunda. Fue cuando sacaba un machimbre podrido que vivió un fuerte impacto: descubrió numerosos objetos escondidos; elementos comidos por ratas, dañados, deslucidos, pero que hoy representan un valor inestimable: libros y apuntes que pertenecían a sus padres y, lo que más atesora, una carta de su padre a su madre.
Era una dedicatoria amorosa. A Selva la conmovió: era la primera vez que conocía algo de ellos sin mediar los relatos de otras personas. La letra de Bardi, en un papel añejo, ilustraba a un joven enamorado.
Selva reflexiona, emocionada, y comenta: “algo pasó y se materializó en mi cabeza y corazón al ver la letra de él. No sé si tuve suerte o fue el azar para encontrar estas cosas. Es muy loco, porque para mí, mis papás siempre van a ser jóvenes. Ahora yo estoy más vieja que ellos”, comenta, mientras sujeta la carta que aún conserva en un folio. Un tono colorado le transforma la piel, y ella, visiblemente emocionada, lee en voz alta un fragmento que le atraviesa el cuerpo:
“...lo cotidiano empieza a crecer hasta convertirse en la enorme obra que con paciencia y con amor construimos. Y por eso te quiero, porque de entre mis aventuras y mis fantasías se te podía tocar y empecé a vivirte todos los días y eras real sobre la tierra. Porque eras y sos la compañera con la que caminaremos juntos toda la vida y nunca moriremos, pues lo único que mueren son las fantasías”.
Hoy su búsqueda no terminó. Selva continúa investigando y entregándose a cada proceso y cada nueva información o respuesta que consigue con el paso de los años.
“Lo de ser antropóloga tiene que ver con mi historia, esto de estar en esa búsqueda infinita de la verdad y buscar eslabones minuciosos, claramente tiene que ver con ellos. Creo que lo más genuino mío, de Selva, de este combo, es la danza. Es mi lenguaje más genuino, desprovisto de lo cultural y de la coyuntura histórica que me tocó vivir. Ahí claramente es donde me encuentro, me expreso, me entiendo. Soy yo y punto. Y ahí es donde se conjugan esas dos cosas, porque también soy lo otro, también me siento cómoda buscando. Es lo que sé hacer”.