Atravesando el dolor están las pequeñas victorias

Cantamos porque el cruel no tiene nombrey en cambio tiene nombre su destino. Cantamos porque el niño y porque todo y porque algún futuro y porque el pueblo. Cantamos porque los sobrevivientes y nuestros muertos quieren que cantemos.
Mario Benedetti

La industrialización de la tortura

“Te voy a seguir”, fue el grito de Alicia Noli al ver cómo se llevaban a su esposo Enrique Sánchez. Ese 14 de setiembre de 1976 ella se quedó con un hijo de apenas un mes. Hoy, casi 37 años después, se presentó ante el tribunal como testigo y como querellante. A lo largo de estos años su búsqueda y su compromiso sellados en aquella promesa fueron constantes. No solamente buscó a su marido, sino que como abogada fue asesora ad honorem de la Comisión Bicameral, trabajó para que estos juicios se lleven adelante y sabe de lo que habla cuando dice: “Los familiares esperamos Verdad y Justicia. Son expresiones que no son frases hechas, tienen mucho contenido”.

Alicia habló de su marido, de sus ideales, de su militancia. Explicó que no participaban en grupos armados. “Esa pretensión de que eran combatientes armados cuando en realidad estaban armados por sus ideales”, dijo en un momento. Y como para dejar claro que no cree en la tesitura de la supuesta guerra, contó cómo saquearon su vivienda durante el tiempo que ella se refugiaba en casa de sus familiares. Incluso la misma noche que secuestraron a Enrique, después que ella se había ido, volvieron en un camión y sacaron todo, excepto fotos y libros. “Me llamó la atención por qué, si pensaban que estaban frente a dos personas de la insurrección armada, no se llevaran eso”, y luego añadió: “se llevaron desde el calefón hasta el canasto de ropa sucia”.

La magistrada dijo que “el cien por ciento de las personas fueron llevados en absoluto estado de indefensión”, y no dudó en comparar los Centros Clandestinos de Detención y de Exterminio, como el caso del Arsenal Miguel de Azcuénaga, con los campos de concentración de Auschwitz. Esto era, sin lugar a dudas, “la industrialización de la muerte”, concluyó Alicia Noli, quien actualmente es jueza federal en Santiago del Estero.

Esta idea de la industrialización de la muerte se hace presente ante cada relato de los mecanismos de tortura utilizados durante la última dictadura militar. Quizás hoy pueda pensarse que era una industrialización bastante precaria, pero de un horror inconmensurable. Julio Omar Luna contó que en la talabartería, que funcionaba en el Arsenal, se confeccionaban bolsas de lona color verde, que cuando preguntó para qué eran le dijeron que allí se ponían los cadáveres que serían arrojados al monte desde los helicópteros. Julio tenía 19 años e iba con su padre hasta aquel lugar. Según contó el testigo, don Rey Fernando Luna cumplía funciones de supervisor en la parte técnica del Arsenal y, como no sabía manejar, hacía que su hijo lo llevase hasta allí. De este modo supo, por comentarios de los guardias, que en ese lugar funcionaba una especie de “cárcel”, y vio que el ingreso de sacerdotes era constante.

Otra testigo que pudo ver, y hoy puede contar, todo desde otra perspectiva fue Teresita Hazurum. Ella, a diferencia de los demás secuestrados, recibió, en Tucumán, un trato un poco diferente. Y esto fue así porque supieron que era hermana de un “profesor de gendarmería”. Teresita, que había sido secuestrada en Santiago del Estero, señaló que Roberto Barraza, al que le decían ‘Lucho’, le “tocaba los pezones a Antonia, y se reía” mientras la tenían atada, desnuda a la intemperie en noches de frío. “Antonia tendría las piernas picadas”, dijo Teresita, porque la habían sacado del pozo. El pozo al que se refirió la testigo es el que empleaban para enterrarlos dejando solo la cabeza afuera, “ellos decían que era para ablandarlos”, afirmó.

“El olor más fuerte era el del miedo”

Los mecanismos de tortura tenían, sin lugar a dudas, una sistematización que buscaba quebrar voluntades y sembrar el miedo de modo que su arraigo lo haga perdurable en el tiempo. Enfrentarlo, atravesarlo, sobrevivir a pesar del terror. Cada testimonio da cuenta de un proceso diferente, de una batalla personal y única.

Héctor Galván se sentó frente al tribunal con el llanto y las palabras contenidas durante tantos años, con el dolor que quería salir por todos su poros, con su historia desesperada por ser contada. Este santiagueño detenido ilegalmente en su provincia fue trasladado a Tucumán. Estuvo primero en el Reformatorio de menores y luego lo pasaron al Arsenal Miguel de Azcuénaga. Héctor contó que compartió cautiverio con Mario Giribaldi y en ‘Arsenales’ también estuvo con Osvaldo Giribaldi. Describió la violación que había sufrido un joven jujeño, al que “le metían ramas… estaba muy infeccionado, tenía muy mal olor”, dijo entre sollozos. “Nosotros sabíamos que los que salían de noche iban a morir. ‘Esta noche hay fiesta, van a ver crecer los perejiles desde abajo’, nos decían”.

Mientras Héctor hablaba se veía a lo lejos cómo su cuerpo todavía temblaba. Relató que estuvo con una persona de apellido Paz, que esta persona le había pedido que si salía con vida vaya a avisarle a su familia. “Pero yo nunca más volví a Tucumán, tenía mucho miedo”, lamentó.

La perversidad de la que se ufanaban los torturadores y muchos gendarmes no tenía límites. “Comíamos cáscaras de naranjas y de mandarinas, las de mandarinas eran más ricas”, había dicho en un momento el testigo santiagueño. “Todo era muy perverso, muy siniestro. Tan siniestro y perverso que yo tardé años en empezar a hablar de estas cosas”, dijo en su momento Margarita Laskowski. Margarita fue la segunda testigo de la tarde del jueves, la secuestraron junto a su esposo Adolfo Méndez, pero fue separada de él apenas llegaron al reformatorio. Luego la trasladaron al Arsenal, lugar que describió como una especie de caballerizas. “En ese lugar habían todos los olores del mundo, pero el más fuerte era el del miedo”, reflexionó Margarita. Ese miedo le penetró la piel, sin embargo hoy está haciéndole frente a su dolor y a su historia. “La dictadura destruyó mi vida…recién ahora me puedo permitir tratar de reconstruir quién soy”, concluyó la testigo.

“Nunca testifiqué antes por temor y por la convicción de que era inútil”, fueron las palabras de la primera testigo del día viernes. Diana Fabio era militante del Partido Comunista Revolucionario (PCR), durante su cautiverio pudo hablar con Ana María Reynaga y con Ángel Manfredi. “Mirá mis hijitos”, le había dicho Ana, “pero no pude, tengo una deuda con esos chicos”, lamentó Diana en la audiencia del viernes

Diana estuvo detenida en ‘Arsenales’ pero luego fue trasladada a Villa Urquiza. De allí fue liberada. Un día la llevaron a la oficina de Hidalgo, en ese lugar se encontraba su padre. Contó que su padre le recriminaba a Hidalgo por haberla negado: “Vos la tenías acá, yo te hablé, sos un hijo de puta”. El director del penal trató de explicar que ‘tenía órdenes de no decir nada’, respuesta que ocasionó un mayor enojo en su padre: “Además sos cagón”, le había dicho. “Yo quería que se calle”, contó Diana, “Tenía miedo que pase algo peor”, agregó.

“No éramos nada”

Santos Juárez fue el primer testigo de la última semana. Oriundo de Los Ralos, a Santos lo sacaron de su casa y lo subieron a una camioneta. Allí reconoció a Sixto Villareal, pero luego supo los nombres de los otros secuestrados que iban junto a él. “Narciso Domingo Véliz era el 61; Sixto Villareal, el 63; Juan Francisco Cabrera, el 65; Oscar Berón, el 50; Lauro Fuensalida...no recuerdo…y yo era el 57”. Así nombraba a sus compañeros de cautiverio en la audiencia del jueves. Así recuerdan muchos testigos víctimas sus identidades cuando hablan de esta etapa de sus vidas. Es que el primer paso para despojarlos de todo era quitarles sus nombres, quitarles su identidad, convertirlos en números, quitarles su humanidad. Quizás solo así podían ser tan inhumanos.

“Yo tenía miedo no solo por mi familia, sino también a desaparecer. Pedía que, si me mataban, me tiren cerca del pueblo, para que me puedan encontrar”, dijo en reiteradas ocasiones don Santos. “Uno de los días que más castigo recibí fue cuando dije que pasemos a la justicia si habíamos atentado contra la Patria y a la Iglesia si hicimos algo contra Dios”, contó Santos que ante el crecimiento de la pobreza por la situación del ingenio hacía ‘ollas populares’. Su miedo a desaparecer hizo que suplicara hasta el último momento que arrojen su cuerpo cerca de los Ralos. Él fue liberado; otros compañeros suyos, no. “No solamente hemos perdido la fuerza de trabajo sino la gente que la gestionaba”, afirmó este sobreviviente del terrorismo de Estado.

Antonio Romero dio su testimonio la tarde del viernes 24. Señaló a Roberto Albornoz no solo como torturador sino también como ladrón. A él lo secuestraron en dos ocasiones y la segunda vez fue junto a su esposa. Contó como escuchó las torturas que recibía su compañera de vida, contó sus propias torturas físicas, pero lo que fue peor para él fueron las humillaciones a las que fue sometido. “La destrucción moral que te hacían era lo peor”, dijo. Él, al igual que otros testigos que pasaron por esta audiencia, recordaron que al ‘Bombo’ lo dejaron tirado, enfermo; y, cuando ya había muerto dijeron “Sacá esto de aquí”. “No éramos nada para ellos”, reflexionó Antonio.

Desaparecer, que la tierra se los trague, que se conviertan en números y luego en nada. Que no importe dar cuenta qué se hizo con ellos. Que la impunidad reine y que el poder de decidir sobre los otros no tenga fin. “Ahí vienen esos comegente a llevarse a mi hijo”, había dicho la madre de Ramón Castellano el día que lo secuestraron. “Yo no sé leer ni escribir, nada, perdí la cabeza de tanto que me han garroteado”, dijo durante su declaración Ramón. Pero su testimonio en este juicio histórico demuestra que esa impunidad y ese poder de decidir que los otros “no son nada”, sí tienen final.

Por qué luchamos

Y muchos se preguntan para qué estos juicios, y algunos pretenden perdón y olvido. Pero no. Porque además de verdad, además de justicia, además de “La Historia”, hay otras pequeñas historias que se convierten en grandes batallas ganadas contra tanto dolor.

Ernestina Yackel fue secuestrada junto a su esposo René Nieva. René era un cura ‘tercermundista’ al que Monseñor Conrero le dijo que no debía renunciar al sacerdocio, que bastaba con que esconda a su mujer. La noche del secuestro hirieron a René, él se encuentra desaparecido. Pero Ernestina, que estaba embarazada de dos meses, fue trasladada al Arsenal. Allí permaneció detenida cinco meses. Supo de torturas y nombres, todo lo contó ante el tribunal el día viernes por la mañana. También contó que cuando fue liberada la llevaron con una mujer cuyo nombre no conocía, de la que nunca más supo nada.

El jueves, Margarita Laskowski recordó que cuando la liberaron iba en el mismo vehículo una mujer a la que le decían ‘La panzona’. No supo que fue de ella, nunca supo quién era. Margarita hoy vive en Buenos Aires, vino para declarar en este juicio y se quedó el viernes para acompañar otros testimonios. Allí sentada entre el público escuchó los relatos de Ernestina y, sin terminar de creer lo que estaba sucediendo, se quedó hasta el final.

Durante el cuarto intermedio del mediodía el abrazo entre las dos testigos que se conocían y se reconocían por primera vez atravesó 37 años de lucha y dolor. La ‘Panzona’, de la que Margarita hablaba no era otra que Ernestina. Ambas compartieron cautiverio, no se conocían, no habían hablado demasiado. Ninguna sabía qué hicieron con la otra, se reencontraron, y quizás eso ayude a cerrar una parte de la historia.

Y si después de todo esto hay quien no entiende por qué “luchamos”, difícilmente entienda por qué se vive.

Gabriela Cruz gcruz@colectivolapalta.com.ar