Volver al calvario
/Muros altos. Arriba, el personal del servicio penitenciario custodiando el perímetro del penal. Abajo, vallas limitando el paso de transeúntes. Apenas pasadas las 9 de la mañana, los tres jueces, secretarios, fiscales y representantes de las querellas y de la defensa oficial ingresaron junto a los 9 testigos que iban a reconocer el lugar. “Uno siente la obligación de venir hasta acá pero obviamente que provoca algunas inquietudes; estar en el lugar que uno la pasó tan mal, que fue un calvario”. “Es un momento muy duro”. “Me shockeó un montón, encontrarme con esas paredes, ha sido feo. Yo tuve a mi hija acá, la tuve en cautiverio”. Benito Moya, Graciela Achín, Teresa S. pusieron sus emociones en esas palabras, las únicas que, al momento de salir de la inspección ocular, pudieron encontrar.
Por casi tres horas trataron de reconocer los espacios que habían descripto a lo largo de las diez audiencias que pasaron. Muchos de esos espacios fueron modificados por el uso que se hizo de ellos a lo largo de estos casi 40 años. “Terminamos acá con la sensación de haber cumplido”, rescató al salir Benito Moya. “A pesar de las modificaciones la base de la construcción permitió que los testigos pudieran reconocer los lugares. Cada testigo aportó en función del lugar donde han estado”, valoró el fiscal Leopoldo Peralta Palma.
El improvisado pabellón donde se había alojado a las mujeres es el que más ha cambiado, según dijeron a la prensa las testigos que participaron de la medida. Sin embargo pudieron reconocer dónde las habían tenido recluidas. “Ahí logramos dimensionar el espacio donde estábamos 29 mujeres con 9 niños”, explicó Lilián Reynaga, una de las primeras en declarar desde empezado el debate oral y público. “Vivíamos ahí aisladas y hacinadas. Fue muy duro, pero uno trata de sobreponerse”, agregó la testigo en la puerta del penal.
Una de las cosas que fue quedando claro a lo largo de estas audiencias y de acuerdo al relato de los testigos fue que entre los detenidos a disposición del Poder Ejecutivo Nacional había una subdivisión. Por un lado, y en un pabellón diferenciado, estaban los considerados ‘presos políticos’. Allí estaban detenidos los que habían sido funcionarios públicos hasta antes del golpe de Estado en marzo de 1976. Por el otro estaba el pabellón ‘E’ o ‘pabellón de la muerte’. Allí tenían encerrados a los que habían dado en considerar ‘presos subversivos’. Allí los habían trasladado desde el pabellón de encausados después de la muerte de José Cayetano Torrente. Allí los tenían separados a unos con la leyenda de ‘semi ojo’ y a otros bajo la advertencia de ‘ojo’. Esto indicaba, de acuerdo a lo manifestado por los testigos, el grado de peligrosidad con el que los clasificaban.
Suter, el apellido del pabellón de la muerte
El día martes 18, día anterior a la inspección ocular en el penal de Villa Urquiza, declararon los familiares de Juan Carlos Suter. Juan Carlos es otra de las víctimas que murió dentro del penal. Delfín Vera, médico que dio su testimonio una semana antes, había contado que lo llamaron para que firmara el acta de defunción de la víctima. Que encontró el cuerpo en un camastro. Que tenía el cuello morado. Que había pasado entre cinco y diez horas desde el deceso. Que le habían dicho que había muerto producto de una neumonía pero como a él no le constaba había recomendado una autopsia.
“Fue una total mentira lo de la neumonía”, aseguró ante el tribunal el hermano de Juan Carlos, Luis Alberto Suter. Recordó el día que se reunió con su tío Alberto René, un reconocido trabajador de los medios tucumanos durante aquellos años, y este le contó que un arrepentido de la banda de Hidalgo (quien fuera director del penal durante el terrorismo de Estado), se había acercado a hablar con él. “Me contó cómo murió Carlitos”, le había dicho el periodista. “El 9 de julio lo sacó un cabo Carrizo, lo llevó a la enfermería, le vendó los ojos, le ató las manos y lo ahorcó con una cadena”, le había contado a Alberto René aquel ‘arrepentido’ cuyo nombre desconoce.
“Es algo que nunca me voy a olvidar. Aquel hermano con el que dormíamos juntos, aquel hermano que me enseñó tantas cosas, aquel hermano que era tan bueno de corazón, de mente, de todo; aquel hermano que era tan inteligente, humilde, sencillo. Que después de estar en la cárcel quería estudiar abogacía, estaba tirado en el suelo. Estaba tirado en el suelo con todo el cuerpo abierto desde el cuello hasta la ingle, el cuello tenía morado”, dijo con la voz entrecortada el testigo. La escena que describió la había vivido en el Cementerio del Norte, en ese lugar donde tuvieron que ir junto a su madre y su cuñada a reconocer el cuerpo de Juan Carlos.
La familia Suter vivió años de búsqueda. De búsqueda de justicia pero también de búsqueda de una mujer que permanece desaparecida: Ana María Tejeda. Ana María era la esposa de Juan Carlos. “El secuestro de mi madre fue un día después del entierro de mi padre”, dijo en la sala de audiencias Martín Suter. Martín tenía poco más de un año cuando su mamá desapareció y desde entonces la busca. “Mi cuñada tenía 22 años, era preceptora del Colegio de la Consolación”, contó Luis Alberto. “Yo siempre me pregunté: tuvieron tantos días y tantos meses que visitamos a mi hermano en la cárcel, si habían pensado mal de ella, ¿por qué en esos momentos no la habían detenido?” reflexionó el testigo. “Será porque mi cuñada, como mi mamá en el cementerio, dijeron: ‘Carlitos, te mataron injustamente pero algún día van a salir los culpables’. Pensamos que esa fue su sentencia”, agregó en su declaración el testigo.
La familia Suter pide justicia, pero sobre todo verdad. La verdad de saber en qué condiciones murió Juan Carlos. La verdad de saber quiénes son los responsables de esa muerte. La verdad de que la justicia respalde con pruebas y con un fallo acorde. “Quiero manifestarle un sueño que tengo hace un tiempo, antes de morirme me gustaría conocerle la cara del cabo Carrizo. Ese que estranguló a mi hermano. Ese es mi último pedido y mi último sueño”, dijo Luis Alberto dirigiéndose al tribunal.
Un juicio que poco a poco va llegando al final. Una sentencia que se acerca y que desde los organismos de Derechos Humanos se exige que se otorguen penas coherentes y, sobre todo, de cumplimiento efectivo. Para que el terror que se instauró durante los años de dictadura militar queden realmente en el olvido. Para que el ‘nunca más’ no sea solo una consigna. Para que, aunque sea cuatro décadas después, algo de justicia sea posible.