La inseguridad y una política de la violencia

Fotografía de Bruno Cerimele | Infoto

Fotografía de Bruno Cerimele | Infoto

Inseguridad es, posiblemente, una de las palabras más repetidas en los medios de comunicación. En torno a ella aparecen posiciones y soluciones naturalizadas que se presentan como de ‘sentido común’. Un sentido común que no es otra cosa que el resultado de construcciones culturales y sociales.

En busca, quizás, de un hilo conductor que permita avizorar la complejidad de hechos, fenómenos y pensamientos que rodean una problemática como la inseguridad, Pablo Gargiulo propone un análisis a partir de un caso de gatillo fácil: el caso Ismael Lucena. “Si bien a Ismael lo mató la policía, (Lucena murió como consecuencia de los golpes propinados por dos agentes policiales), podemos decir que en realidad a Ismael lo mató la política”, despacha Gargiulo con una convicción que inquieta. “Una política concreta que tiene que ver con cómo se concibe la seguridad”, dice el abogado en un intento de explicar la afirmación vertida. “Es una política que reposa sobre la demagogia punitiva, y que tiene una visión particular de las funciones de las fuerzas de seguridad”.

Gargiulo explica que una de las principales funciones de la policía es la de ser protectora de los derechos. Sin embargo, sostiene, las fuerzas de seguridad no entienden que ese sea su deber sino que visualiza su función a partir de un antagonismo con la delincuencia. En esta ‘especie de guerra’ lo primero que emerge es la necesidad de la presencia de un enemigo. Un enemigo definido, con características que lo hagan identificable. Un enemigo corporizado en la figura del delincuente. “Un delincuente construido de manera caprichosa como enemigo a partir de estereotipos sociales, de estigmatizaciones”, señala.

Así queda el escenario planteado, una guerra, dos bandos y un enemigo que identificado con una serie de características. Características caprichosas, dice Pablo. Y, como toda guerra, lo que se genera es un estado de excepción donde, los que se enfrentan a la inseguridad y a la delincuencia reclaman cada vez más recursos para devolver a la sociedad a un idealizado estado de ‘normalidad’. “Mientras tanto, mientras dura este estado de excepción se tienen que sacrificar derechos”, advierte y agrega: “nosotros tenemos que soportar allanamientos ilegales, sin orden judicial, detenciones arbitrarias, apremios ilegales, torturas y hasta eventualmente la muerte”. “Porque la muerte de Ismael, para esta manera de ver las cosas, es un exceso”, puntualiza a partir del caso que conoce con profundidad.

Pero, ¿qué sucede si las acciones en esta supuesta guerra no alcanzan ni se acercan al supuesto objetivo? “Cuando no logra revertir los indicadores de delincuencia dicen que lo que falta son recursos y elementos para combatir la delincuencia”, responde Pablo, que no duda en decir que en realidad el problema pasa por una ineficiencia de la que esta política no quiere dar cuenta. “Es decir la falta de eficiencia para poder erradicar el delito, redunda en tener mayor cantidad de elementos, mayor cantidad de recursos y no preguntarse nunca si está bien orientada o mal orientada esa batalla contra esa delincuencia construida de esta manera”.

El círculo vicioso y viciado se retroalimenta hasta el hartazgo, aunque parece que son muy pocos los que se hartan. “Este estado policial se nos presenta como la única salvaguarda el único resguardo que tiene la sociedad contra el delito”, señala el abogado mientras recuerda el mensaje dejado por la fuerza policial, durante el acuartelamiento en diciembre de 2013. “No nos dan el sueldo que queremos, miren lo que pasa”, resume aquel mensaje. Pero a la vez esta política no es eficiente en aquello que supuestamente debería serlo, aunque, claro está las responsabilidades de esa ineficiencia siempre se presenta como ajena.

En este contexto donde la inseguridad abre la puerta a una guerra y a un estado de excepción, donde el delito es lo que hay que erradicar a cualquier precio, donde el delincuente es el enemigo, la violencia institucional se presenta, como dijera antes Gargiulo, como un exceso eventual, como un daño colateral. Un daño, un exceso del que son víctimas siempre las mismas personas, no necesariamente por lo que hacen sino por el estigma con el que cargan. Y el hecho que la persecución sea a un sector de la sociedad por sus características, demuestra que no son excesos sino una manera de pensar y de actuar contra determinadas personas.

 “Es difícil ser optimista porque lo que sucede es que cuesta mucho trabajo que las instituciones del Estado reaccionen de una manera favorable ante la denuncia de estas personas”, reflexiona Pablo cuando se le pregunta sobre qué hacer ante los hechos de violencia institucional. “Porque el Estado tiene que actuar como a contramano de sí mismo. Es decir hay una institución policial que lleva adelante una serie de acciones con el consentimiento de ese Estado, y después se le pide a ese mismo Estado que revea ese tipo de acciones y que eventualmente, si considera que estuvieron mal, las sancione. Es decir es como que ese mismo Estado que va en una dirección que tiene toda una inercia en esa dirección, se refrene, evalúe y cambie de opinión”, concluye con un tono de impotencia.

Cuando se habla de la violencia institucional ejercida por la policía se suele decir “no es un policía, es toda la institución”. Toda una institución a la que se le ha atribuido, y se autoatribuye, una omnipotencia peligrosa. Con esa omnipotencia señala, elige, decide, golpea y mata. “Pero el estigma no es solamente desde la institución policial, es desde toda la sociedad”, reflexiona Gargiulo y en esa reflexión deja claro que seguir en esta lucha por los derechos de las personas es remar contra la corriente.

Y angustia, claro que angustia. Porque uno espera alguna resolución, alguna salida optimista y que no signifique que se vaya la vida de muchos, de tantos. “Es el estigma que padece una persona que por esa razón es detenido por la policía, porque es joven, porque usa gorrita, porque es pobre, porque es villero, porque lo que fuese. Ese mismo estigma lo acompaña a donde vaya”. Y el poder Judicial, la opinión pública, los medios de comunicación, dicen casi naturalmente: “pero este en algo está, en algo estuvo”.

“Capaz que la persona tiene alguna caída, capaz que pasó por el Roca y eso para algunas personas sería sinónimo de habilitar a que la policía se tome determinadas atribuciones, haga lo que se le dé la gana”, reflexiona este abogado que, como otros, ha decidido remar contra la corriente. ¿Es poco lo que se puede hacer para revertir esta realidad? No, es mucho. Implica el trabajo y el compromiso a destajo y el descaro de enfrentarse al pesimismo. La reforma policial, la lucha por una nueva ley de contravenciones, la exigencia de la reglamentación de la ley que prevé la creación de la comisión para prevención contra la tortura y otros tratos crueles, inhumanos y degradantes, son algunas de las acciones que se vienen impulsando desde diferentes organismos. Pensar, problematizar y correrse del sentido común es uno de los pasos imprescindibles para empezar a hacer algo. Y para que las acciones eficientes para afrontar problemáticas como la inseguridad no signifique atropellar derechos.