Resistir al paco

Fotografía: Nicolás Tuero

“Me lo acuerdo clarito, como si no hubiera pasado el tiempo, era un sábado a la tarde, mi hijo Cristian, que por esa época tenía 20 años, estaba con unas primas de Buenos Aires, se habían ido por ahí, parece que ellas habían traído algo raro de allá. En eso viene alguien y me dice ‘che andá a ver a tu hijo que se está drogando’ y yo pensé que estaría tomando cerveza, no le di mucha importancia, y yo decía mañana es domingo se va a tirar a descansar porque el lunes tiene que trabajar. Yo era ignorante con el tema de la droga, todos aquí éramos así, no dimensionamos lo que estaba por empezar”.

Hace 57 años que Dora Ibañez vive en La Costanera Norte. Nació y se crio a la orilla del Río Salí, allí sufrió las carencias de una vida en la pobreza. Cartonera y ciruja, como ella dice, trabajó desde niña juntando cartones y botellas junto a sus padres. Allí conoció, con solo 14 años, a su marido. Formaron una familia y tuvieron 5 hijos. Ahí se quedaron, aunque hoy les queden 4. Cristian se mató en junio de 2010, ahorcado, ahogado por la desesperación, por la ansiedad, porque no pudo soportar más la necesidad constante que producía el paco en su cuerpo. Al menos eso dijo la policía.

Cuando cuenta su historia Dora lleva un pañuelo en cada mano: uno blanco, de papel, con el que seca sus lágrimas, unas lágrimas que brotan inevitablemente con el recuerdo del dolor; un dolor que no sólo es recuerdo, pasado, sino también presente; un dolor que se actualiza a cada paso que da por su barrio, cuando recorre los pasillos y callejones buscando a su nieto o a los chicos que vio crecer y que hoy ve morirse de a poco; cuando llega al 'hoyo', bajo el puente Lucas Córdoba, donde los encuentra fumando paco o durmiendo descalzos entre la basura. Con ese pañuelo seca las lágrimas que surcan su cara pero que no quiebran su voz, porque su voz está curtida, como las manos que juntaron cartón durante medio siglo, porque su voz, y su voluntad, es casi lo único que le queda.

En su otra mano lleva el pañuelo negro, un pedazo de tela que cubre su cabeza y la de sus compañeras de lucha, un pedazo de tela que descubre una realidad incomprensible, irracional, inhumana; un pañuelo que es bandera, tenaz, pendenciera, tozuda; una bandera que tiene un solo objetivo: devolverle la vida a los jóvenes que entre la pobreza, el barro y la miseria se toparon con un negocio mortal e inescrupuloso; un negocio que vende desesperación y locura bien dosificadas, para que quien las consuma vuelva pronto por más, aunque les vaya la vida en ello, en cada compra, en cada pitada. Un pañuelo, una bandera, un objetivo: arrebatarle a la muerte la vida de los muertos que caminan.

“Nosotras no sabemos muy bien qué es lo que les pasa a los chicos, qué es lo que hace que consuman tanto esa droga que los destruye; no sabemos qué es lo que sienten, pero si vos los ves están desnutridos, locos, se empiezan a cortajear los brazos, el pecho, se empiezan a matar entre ellos. Día a día vemos que se pone peor. La Costanera está perdida, ya no hay chicos, la mayoría consumen, desde niños y pasan un par de meses y cuando los ves parecen zombis”.

La Costanera Norte fue un asentamiento que creció al margen del río Salí especialmente cuando la dictadura de Onganía cerró 11 ingenios azucareros en 1966. Miles de trabajadores quedaron sin sustento, dejaron sus pueblos y migraron a la ciudad buscando cómo parar la olla. Sin capacidad para absorber la mano de obra la ciudad los mantuvo al margen. Durante los siguientes 35 años el barrio se fue agrandando al ritmo de las sucesivas crisis económicas. Con trabajos precarios que no alcanzaban para educar a los hijos, se formaron generaciones en la pobreza y la exclusión.

Cuando el ciclo económico neoliberal tocó fondo, en 2001, llegó al barrio una nueva droga que hacía furor en las villas de emergencia de Buenos Aires. La pasta base, el residuo del proceso de obtención de cocaína que, para hacer más rentable, se corta con virulana, bicarbonato de sodio e incluso con veneno para ratas. Según las Madres del Pañuelo Negro, la droga llegó con un vecino bastante amigable, el 'Rengo' Ordoñez. “Lo que ayudó fue la ignorancia y la inocencia del barrio, de nosotras las madres. Cuando algunas familias no tenían para comer iban a Ordoñez y le pedían algo y se sentaban a tomar mate, era un vecino más, pero los favores que hacía los cobraba con otros favores, le pedía a la gente que le guardara un paquete, y así se comenzó a extender; la gente empezó a vender porque no tenían trabajo, y el Rengo le convidaba a uno, le cobraba a otro hasta que empezó a ser negocio y se multiplicó, después eran varios vendiendo y ya no paró más”. El 'Rengo' Ordoñez fue el más famoso dealer de La Costanera. Estaba casado con Margarita Toro quien fue acusada de manejar la droga en Villa 9 de Julio; él mismo tenía dos causas por tráfico pero estaba libre. En marzo de 2009 fue asesinado de 8 balazos en la puerta de su casa, cuando allanaron su vivienda horas después no encontraron rastros del comercio de droga. Las madres de los jóvenes adictos habían denunciado a este traficante en reiteradas oportunidades, pero según ellas además de la droga, manejaba también la comisaría.

El paco sorprendió a los habitantes del barrio, su potencia destructiva y su capacidad adictiva no tenía parangón. “Éramos muy inocentes, por ahí veíamos que los chicos fumaban marihuana y se  reían, era como la gracia que hacían, pero salían adelante, volvían a trabajar. Incluso los que se drogaban con Poxiran se curaron, ahora están bien. Fueron dejando solos, son padres de familia, salen a rebuscársela con sus carros, trabajan. Es la diferencia con el paco: nosotros nos preguntamos qué le ponen para que deje a los chicos así, que no les importe nada, que si tienen que llevarse lo último que hay en la casa se lo llevan para cambiarlo por un ‘papelito’".

La pelea de Dora contra esta droga comenzó cuando la adicción de su tercer hijo, Cristian, se hizo patente. “Al tiempo que empezó a consumir paco vino y me dijo ‘mamá, no puedo más, ayúdame’, ahí lo llevé al Obarrio, de ahí me derivaron al (Hospital) Avellaneda y después al Centro de Salud donde nos atendió la doctora Almaraz que fue la única que lo veía y contenía. Lo atendió por cinco años. Por esa época, cuando uno de los transas mató a Walter Santana  porque no tenía para pagarle, comenzamos a organizarnos las madres de los chicos que consumían. Cuando murió la doctora Almaraz se comenzó a venir todo abajo. Para mí fue una sorpresa lo de Cristian, se ve que empezó a consumir de nuevo y un día me llaman para decirme que se había matado. Cuando llegué un policía me entregó un puñado de droga. No sabemos qué es lo que le pasó, su mujer me decía que él estaba sólo y ella se fue al super y cuando volvió lo encontró así, no sabemos si estuvo tomando con alguien o que, tampoco hice muchas preguntas, para mí es como que mi hijo se mató y ahí se terminó todo. Ahí comenzamos con Madres del Pañuelo Negro, al tercer día que se mató mi hijo yo salí a la plaza”.

Cuando se hizo público el drama de Dora el gobierno convocó a las Madre del Pañuelo Negro para escucharlas. Para esto designaron a la actual senadora Beatriz Rojkés, la esposa del gobernador y entonces presidenta de la Red de Mujeres Solidarias. El escenario elegido fue la concesionaria León Alperovich de la calle San Lorenzo al 200. Allí estaba Dora, con un pedazo del corazón amputado, con la tristeza en carne viva, junto a las madres que veían a sus hijos recorrer el mismo camino que Cristian, cuando llegó la primera dama provincial. “Me tocó la espalda y me dijo ‘ahora vas a poder dormir tranquila’, mis compañeras se levantaron y le preguntaron por qué me faltaba así el respeto, si no se daba cuenta que se acababa de matar mi hijo; esa fue toda la reunión, me levanteé y me fui. Algunas madres se quedaron, no sé si les ofrecieron algo o qué, pero las obligaron a sacarse el pañuelo negro, yo creo que entregaron la vida de sus hijos por nada, yo no iba a hacer eso. Yo no iba a dormir nunca más tranquila, con un hijo muerto ninguna madre duerme tranquila”.  

Con esta experiencia a cuestas Dora siguió buscando la ayuda del Estado, golpeando las puertas de los ministerios y secretarías, pero lo único que escuchó fueron promesas que no se cumplieron. “Poco después de que mataran a Walter vinieron Betty Rojkés y la ministra de Desarrollo Social Beatriz Mirkin a inaugurar la escuela de La Costanera, habló con las madres, les decía que vayan a rehabilitar a los chicos con la Fundación Reto a la Vida, que iban a llevar a los chicos a otras provincias, que cuando volvieran iban a tener estudio y trabajo, pero cuando volvían no tenían nada. La ministra después dijo que ella en ningún momento les ofreció nada a los chicos, que de dónde va a sacar para darles trabajo a los chicos, o sea que todo lo que dicen es mentira”.

Otra de las madres, Blanca Ledesma, cuenta que la connivencia entre policía, punteros políticos y traficantes es moneda corriente. “En la policía no tenemos nada de confianza, porque los que no están en el negocio hablan de más, entonces todos los transas saben cuándo los denunciamos y nos amenazan, o cuando llega un allanamiento el transa ya agarró toda la droga y la mandó a otro lado y ni rastro. Y cuando cae alguno entra por una puerta y sale por la otra. Llega un allanamiento y el primero que sabe es el que vende.

"Los punteros políticos en la costanera son transas, trabajan para el gobierno pero en vez de darle a la gente un bolsón de mercadería les dan un ‘papelito’ a los chicos para que voten el día de la elección. El bolsón se los quedan ellos y entregan el papelito. De todas formas los chicos no quieren el bolsón, si yo le quiero dar un bolsón de mercadería para ayudarlos, me dicen no, aquel me da cinco papelitos. Si cualquiera de los dirigentes honestos tratan de ayudar con mercadería, no hay forma”, relata Blanca.

“Después, cuando venía algún funcionario, nos decían que presentemos a los chicos en el plan Argentina Trabaja para que tuvieran en qué ocuparse, para que se ganaran su plata y pudieran empezar otra vida, los inscribimos pero no salió ninguno". Dora se ríe con resignación, como si le contaran un chiste triste. "Los únicos que salieron fueron los hijos de los transas. Todos los transas tienen Argentina Trabaja”.

Con las obras públicas no sucedió nada diferente, la discriminación política es otro peso con el que cargan las mujeres que luchan contra el paco. Los que se beneficiaron de las obras que 'urbanizarían' el barrio fueron los que venden. “Nosotras seguimos viviendo en el barro, a los transas les hicieron pavimento, cordón cuneta, vereda, módulos habitacionales. Y cuando reclamamos que nunca nos toca a nosotras nos mandan a pedirle a Federico Masso”.

Cuando escucha el relato de Blanca, Dora se pone furiosa. “¿No tenemos derecho a estar con quien queramos?, lo mismo me dijo el Secretario de Adicciones Lucas Pose cuando fui a pedir para que internaran a mi nieto. ‘Vos sos de Federico Masso’, me dijo. Yo no le vengo a hablar de política, yo le vengo a pedir ayuda al Estado para mi nieto que está enfermo, no me importa lo que usted me quiera decir de política, no me importa lo que me quiera decir de Masso. ‘No, pasa que ustedes están con él’,  y a usted qué le importa, soy dueña de estar con quien se me dé la gana, yo conozco la democracia, tengo el derecho de opinar y de pensar. Eso le contesté. Es cierto nosotros trabajamos con Federico porque siempre nos apoyó, tenemos un merendero para los chicos gracias a él, igual que con el padre Melitón Chávez que se preocupa por la rehabilitación de los chicos”.

En 2011 Masso presentó una campaña de Paco Cero en el que proponía al gobierno una serie de medidas para enfrentar de forma integral el problema, incluía tratamientos de rehabilitación gratuitos, contención psicológica tanto a los jóvenes como al entorno inmediato, y una búsqueda de salida laboral a partir de la capacitación en oficios, así como la realización de un mapa del Paco, la habilitación de un 0-800 donde se pudieran realizar denuncias anónimas y prevención a través de talleres obligatorios en las escuelas. La propuesta no obtuvo eco en el ejecutivo provincial. Por su parte Monseñor Chávez, a cargo de la Pastoral Social, tiene un trabajo importante en el barrio con los jóvenes adictos y logró llevar adelante el centro de rehabilitación La Fazenda (La Hacienda en portugués) donde los jóvenes adictos se internan voluntariamente durante un año. El problema es que tiene un costo de mantenimiento que las familias de La Costanera no pueden pagar.

Blanca retoma y opina: “Necesitamos que los funcionarios se hagan cargo de sus responsabilidades y dejen de pensar a quién apoya la gente que tiene necesidades. Ahí anda el Ministro de Salud más preocupado por la campaña electoral que por el estado de los hospitales. Hace dos semanas a uno de los chicos le agarró un ataque, parecía que tenía epilepsia, era por el paco, lo llevaron al (Hospital) Padilla y no había quién le pusiera una inyección porque era domingo. Casi se nos muere. Yo quiero preguntarle si no puede dejar la campaña para después y hacer algo hoy por los chicos, ¿Por ser pobre y adicto tiene que morirse como un perro? ¿No tenemos derecho a llamar a un lugar y que nos digan ‘traigan al chico que lo vamos a rehabilitar’? ¿Por qué tienen que pasar 3-4 meses para que nos den un turno? Cuando el chico dice sí, vamos, hay que internarlo, porque es ahí cuando se da cuenta y acepta, pero si pasa el tiempo el chico ya no quiere y las internaciones son voluntarias, no los podemos obligar a internarse”.

La situación es muy grave y no hay buenas perspectivas. La mayoría de los jóvenes y niños del barrio están atrapados en el círculo de la marginalidad y la exclusión. Provienen de familias que viven en condiciones de pobreza estructural, que en su mayoría nunca alcanzaron un trabajo formal. Por si fuera poco los chicos se enfrentan a la tentación del paco en su propia escuela: “Tenemos muchas madres que quedaron solas. No podemos mandar a nuestros hijos más chicos a otros colegios, porque no tenemos plata, y los tenemos que mandar a esta escuela, en donde los transas se paran en la puerta a vender. Los chicos están terminando 7° y no saben leer ni escribir. Es cierto que desde Desarrollo Social pusieron psicólogos para contener a los chicos, pero no dan abasto, son dos o tres psicólogos y cientos de adictos”, relata Dora.

El pedido de las madres es concreto: el Estado debe hacerse cargo de la rehabilitación integral de los chicos, así como de la eliminación del narcotráfico. En los 12 años que lleva al frente del gobierno José Alperovich, la problemática se fortaleció y tomó magnitudes endémicas en los barrios marginales, la complicidad de punteros políticos y policías es una denuncia constante. “Estamos perdiendo la batalla contra las drogas”, repite de cuando en cuando el gobernador de la provincia; la falta de una política clara, integral y decidida es el indicio más claro de la pérdida del rumbo en relación a la droga. Espasmódicas propuestas que plantean como eje vertebrador dar más poder a la policía, una institución hartamente sospechada de connivencia con el narcotráfico y con prácticas represivas y discriminatorias para con los jóvenes pobres, son el emblema de una gestión que en la materia ha fracasado estrepitosamente.

La referente de las Madres del Pañuelo Negro explica su pedido: “Nosotras necesitamos que el Estado se haga cargo de la rehabilitación de los chicos, porque es el responsable de lo que pasó acá. Nosotras no parimos hijos enfermos, no les pusimos droga en la mesa, tampoco vendimos droga, somos gente de trabajo, trabajamos desde que éramos niñas, y lo seguimos haciendo. Nosotras solas no podemos, los transas son muchos y nosotras estamos solas. Le pedimos al gobernador que venga, que entre al barrio y que se haga responsable de lo que pasa aquí. Pero no se hacen cargo porque son parte del negocio, sino no se explica que miren para otro lado. Yo directamente los acuso a los funcionarios, porque la su inacción es la que mata a  nuestros chicos”.

No hace falta aclarar que la pelea de Dora es cuesta arriba y contra la corriente; su vida, como la de sus compañeras, se convirtió en un calvario. La noche en La Costanera es tierra de nadie, los disparos resuenan a cada momento, sin embargo Dora recorre los pasillos en la madrugada buscando a su nieto y rescatando a los chicos que va encontrando en el camino. “Es muy triste ver a los chicos, venden todo, la ropa, lo poco que tienen, andan desnudos.  Los transas los violan, los matan. Es como estar en un cementerio viendo a muertos que caminan. La desesperación que tienen, la mirada perdida, la mirada que da tristeza. A veces vemos a nuestros hijos y no podemos creer, por qué tienen que estar así, qué hicimos nosotras para tener que vivir así, qué han hecho nuestros hijos para estar así. Tenemos que andar atrás de ellos porque te sacan cualquier cosa para vender y tener para comprar. Tenemos que andar bajándole los pantalones, porque se esconden las cosas ahí, es tal la desesperación que les agarra por consumir más que nos sacan lo que no tenemos”. Dora cuenta que hay madres que ya han bajado los brazos, porque no dan más, “lamentablemente nos estamos acostumbrando a vivir de esta manera. Es como el infierno, es triste vivir una vida así”.

Pero la droga no afecta sólo a las madres y a los jóvenes de los barrios marginales, la relación entre las adicciones y los arrebatos en las calles de la ciudad es algo que no les es ajeno a estas mujeres. Saben que sus hijos salen a robar para poder seguir consumiendo, saben porque les ha pasado, porque son las primeras víctimas del saqueo de sus hogares.

A pesar del dolor Dora y las Madres del Pañuelo Negro no se resignan y miran para adelante. “Sigo trabajando con el cartón, no me avergüenzo porque es mi fuente de trabajo. Nunca le pedí nada al gobierno, y tampoco quiero que me den nada para mí. Yo lo que les pido es que se hagan cargo de la rehabilitación de los chicos, porque son responsables de lo que pasa acá. Quiero eso para todos los que sufren con este flagelo, que el gobierno tome conciencia, estamos perdiendo a los jóvenes”.

El paco no es un problema aislado, a él se llega por la exclusión, la pobreza y la marginalidad. Si no se tratan las condiciones que permiten el ingreso a esta droga es muy difícil ver una salida. Los centros de rehabilitación son una necesidad, pero sólo son una parte de la solución, los chicos que pasan una temporada en ellos vuelven a consumir porque no tienen expectativas de un futuro mejor. Aislados, discriminados, víctimas del prejuicio de una sociedad hipócrita que consume drogas de calidad, los jóvenes de La Costanera Norte y de los barrios marginales de Tucumán van dejando escapar sus vidas en cortos destellos de euforia, mientras los funcionarios y el Estado miran para otro lado.