Mujeres que cuentan historias: Luisa, el exilio defendiendo la alegría

Fotografía: Luisa Vivanco

Con esa sonrisa que sale por los ojos. Los ojos cristalinos, brillantes, de mirada limpia. Con el entusiasmo de una juventud lejana pero presente. Con la fuerza y la energía de quien lucha y nunca ha parado de luchar, Luisa empieza a recordar a la mujer de los años 70. Las manos que hasta hacía un momento improvisaban una melodía en el antiguo piano con teclas de marfil, ahora se mueven entusiastas, acompañando las palabras que recuerdan a la Luisa de aquellos años. La que en 1971 regresó de Córdoba, con sus cuatro hijos y terminó su carrera de psicóloga. La que había acompañado a su pareja mientras realizaba la especialización médica en la provincia que perpetró con el Cordobazo la convicción de que el pueblo habla, grita y lucha. La que se siente parte de una generación que se proponía ir por todo.

“Éramos como una generación que nos proponíamos hacer de todo y como muy autoexigentes con todo. Como no renunciar a nada, me parece. Yo quería tener muchos hijos y no iba a renunciar a tener muchos hijos”, dice quien finalmente fue madre de seis niños que crecieron junto a ella. La militancia, dice Luisa, era algo ineludible en aquellos tiempos. No había limitaciones ni para la maternidad, ni para la mujer que estudiaba, ni para la que trabajaba. “Recuerdo esa época de mucha efervescencia y de alegría, de sentir que tenías muchos amigos, compañeros”. Más tarde dirá que fueron esos amigos y esos compañeros de una solidaridad inconmensurables los que hicieron posible con su ayuda y colaboración que la madre, la profesional, la militante, la estudiante, convivan y se multipliquen.

Esa juventud tan llena de colores, de alegría y de amigos, la recuerda con música: “Era música que cantaba lo que sentíamos, la música que nos llegaba y nos conmovía”, dice y suelta nombres como Serrat, Viglietti, Soledad Bravo. La juventud que leía todo cuanto podía porque las ansias de conocer más y la avidez del descubrimiento parecían ser el sello de una generación comprometida. “Descubrirlo a Osvaldo Bayer y querer saber más la otra Historia argentina, la que nunca nos habían enseñado en el secundario”, dice como apurada en contar, en decir, en que no se escapen de las palabras esos recuerdos. Y sigue: “Leíamos Trotsky, leíamos Lenin, leíamos cosas así como para pensar qué era lo que teníamos qué hacer. Era preguntarnos qué era lo que teníamos que pensar, hacer, cómo ser útil con todo lo que estaba pasando”. Y es que lo que estaba pasando dolía, desgarraba y comprometía.

Los recuerdos que Luisa pinta y recrea con sus palabras vuelven una y otra vez sobre el mismo punto: las ganas de participar, el deseo incesante de cuestionar todo lo que sea consumista, egoísta, indiferente hacia las injusticias sociales. “Era como un estado de mucha sensibilidad”, resume y ejemplifica “yo tengo eso como muy fuerte, salir por ejemplo del cine y ver gente pidiendo en la calle y me agarraba una angustia y decir cómo no podemos hacer nada contra eso”. A pesar del dolor que provocaba la situación, Luisa destaca de ese momento la alegría. La alegría del hacer, del encontrarse con otros y en los otros. “Era como todo el tiempo estar participando, ayudando”, recuerda. Pero la tristeza no tardó en llegar. Las muertes, las primeras muertes de militantes comprometidos, de estudiantes y trabajadores que exigían por sus derechos y los de otros. “Cada muerte de un estudiante, de un obrero, te provocaba manifestaciones grandiosas. A mí me da mucha tristeza que después uno se acostumbró que todo el tiempo moría gente y no había una manifestación por cada persona que moría, pero en las primeras era una reacción impresionante”.

Antes de 1975 las primeras muertes de militantes no solo conmovían sino que también comprometían más todavía. “Esa represión en los 70, yo recuerdo, no nos provocaba temor sino más furia, más indignación, más rebeldía”, cuenta Luisa que ya había empezado a trabajar en el Hogar Agromecánico de Tafí Viejo, un espacio que fue destinado, según el propio documento de su creación, para albergar a “menores transgresores de la provincia en edades comprendidas entre los doce y dieciocho años”. En ese lugar de trabajo, Luisa hacía todo lo que podía para intentar el cambio que sentía que era necesario. Pero no alcanzaba. “Todo era pobreza, el desamparo absoluto, la exclusión. Yo podía trabajar con la trabajadora social y cambiar algunas cosas en la dinámica familiar pero después ese chico iba a volver al barrio donde se moría de hambre y vivían en la miseria, era como muy difícil que alguien se salve solo”, comenta con la mirada perdida en el recuerdo y con cierta melancolía que contrasta la alegría del principio.

La sensación de poner parches exigía la acción. Una acción que buscaba el cambio de las estructuras. Un cambio profundo y verdadero. “Era como época de mucho compromiso, de mucha pasión y de alegría”, así recuerda que las dictaduras anteriores a la de 1976 se las enfrentaba desde ese mismo espíritu de cambio. “Era luchar contra las dictaduras”. Y la lucha se daba desde diferentes espacios de participación comunitaria. La Iglesia tercermundista, los sindicatos, los centros estudiantiles.  “En esa época era sentir que sí, que el pueblo estaba en la calle, que el pueblo reclamaba contra el aumento de la luz y lográbamos que baje el aumento de la luz, era así. Había ese estado y el debate estaba en muchos sectores”, confirma entusiasta un clima que más tarde aparecerá como olvidado.

El golpe, muchos golpes

Antes que se produjera el golpe de Estado, Tucumán ya era una ciudad sitiada. El llamado Operativo Independencia había sembrado el terror a base de secuestros, muertes y desapariciones. De esa época, los recuerdos de Luisa son difusos, como envueltos en una nebulosa, entre tinieblas. Las tinieblas de la incertidumbre, no las del olvido. Todo era rumores. Que había caído fulano o mengano, que decían que lo habían llevado a tal o cual comisaría. Que eran fuerzas parapoliciales. Vincular la ‘triple A’ (Alianza Anticomunista Argentina) al Ejército Argentino no cabía en la cabeza de muchos de los militantes. “Como que nadie hubiera pensado que el Ejército iba a hacer eso. De alguna manera se esperaba que el golpe sea del Ejército poniendo orden”, dice Luisa cuando recuerda que entre los rumores ya se hablaba de un inminente golpe de Estado.

El 24 de marzo de 1976 la encontró en su casa. Su vecina y amiga Nélida Sosa de Forti cruzó la calle en medio de la noche para avisarle que el golpe ya era un hecho. Con el tiempo supo de algunos amigos, compañeros, conocidos que habían matado en circunstancias no muy claras. “Fue un dolor terrible”, dice y la tristeza ya no es un dejo sino que ocupa todo el espacio en esa casa que empieza a estar a penumbras porque de la tarde ya no queda casi nada. “Había como consignas pintadas en todas las paredes que al compañero que cae no se lo llora, se levanta su arma y se sigue y cosas así; pero sí llorábamos. Llorábamos de tristeza”, dice y se queda un tiempo esperando que las palabras se asienten para levantarse a prender la luz.

“Al principio era pensar que ya los iban a blanquear. Era todo así, como difuso y como esperando siempre que se aclare. Tardamos en darnos cuenta que la gente iba a desaparecer y no iba a aparecer más. No nos imaginamos ni la desaparición de personas como método, ni que iban a hacer tanto daño, que iban a amenazar a las familias de los militantes, amenazarlos con los hijos, o con las esposas. Torturar o violar a la mujer de un compañero, jamás lo habíamos pensado”, recuerda como si, todavía, pudiera sorprenderse de esos horrores. Y quizás todavía la sorprenda. Quizás los años de escuchar testigos que narraron una y otra vez el horror vivido en carne propia aún le resulte increíble. Quizás acompañar a esos testigos desde su rol de psicóloga no la haya hecho, como uno pueda imaginárselo, naturalizar el espanto.

Venían acostumbrados, además, a que cuando un compañero caía se buscaba un abogado. “Un abogado piola”, dice ella. “Preparar ‘sanguchitos’  y llevar abrigo a tal comisaría era la rutina. Que lo tienen ahí, que ya los van a  soltar”, agrega poniendo en presente una acción casi automática del pasado. “La gente empezó a tener más miedo. Entonces este estado de solidaridad, de efervescencia empezó a modificarse por el terror”, cuenta y relata todos los controles que tenía que pasar desde su casa en Yerba Buena hasta su trabajo en Tafí Viejo. “Sentir los helicópteros todo el tiempo. Un sonido que después me ponían los pelos de punta. El sonido de helicópteros está muy asociado, para mí, al terrorismo de Estado en Tucumán”, comenta y señala al techo haciendo con un dedo el movimiento de las hélices.

El desgarro de la partida

El terror ya estaba instalado, el dolor ya desgarraba de una manera impensada. Salir del país parecía la única posibilidad de sobrevivir. Luisa, su esposo y sus seis hijos decidieron dejar la Argentina y radicarse en Venezuela. En ese país, su compañero había conseguido trabajo como médico junto al esposo de Nélida, su amiga y vecina. Ellas viajarían juntas, en el mismo avión, pero la enfermedad de su hijo menor la obligó a quedarse en Córdoba. Nely subió al avión con sus hijos porque “no podía esperar más. Eso fue lo último que escuché de ella”, recuerda Luisa de aquella charla telefónica. A Nely la bajaron del avión, se la llevaron, a sus hijos los dejaron libres una semana después. La desaparición de Nélida Sosa de Forti formó parte del universo de víctimas que conformó la megacausa Jefatura II Arsenales.

Salir de Argentina, para Luisa, no fue fácil. “Nos fuimos por Uruguay”, cuenta. “La salida por barco fue muy…” y la pausa que hace es buscando una palabra que quizás nunca encuentre, “dramático”, dice, pero parece que no alcanza a explicar todo lo que le pasó en ese momento. “Dejar la Argentina en ese barco, alejándose, es un desgarro muy difícil de transmitir. Te pasan cosas que ni te imaginas como que te expulsan, te sacan a patadas, como que sos indeseable”, y se aprieta el puño contra el pecho.

La llegada a Venezuela significó acomodar una vida familiar a una geografía y un ambiente muy diferente. El más pequeño de los seis hijos cumpliría el primer añito en tierra venezolana compartiendo casi seis años con los que fueran, también en Argentina sus vecinos, los hermanitos Forti. Para las dos familias era casi una certeza que Nely, la madre de esos niños, la amiga incondicional, iba a aparecer en algún momento. Mientras buscaban quién podía ayudarlos a recuperar a Nely, estaban convencidos que la iban a liberar tarde o temprano. Porque la detención había sido en un avión, ante la vista de todos, con testigos. “Costaba pensar que la gente desaparecía porque además como tampoco aparecía el cuerpo… No imaginábamos que iban a inventar una cosa como la ESMA, La Perla, el arsenal. Tampoco dimensionábamos eso como posibilidad. Costaba creer que pasaran esas cosas”, y todavía parece no terminar de entender que esos centros clandestinos de detención y exterminio que nombró hayan existido realmente.

“Si bien nuestros hijos y los de Forti sabían las cosas que nos pasaban, había una necesidad de darles alegría. Era un sostén afectivo”, recuerda Luisa y habla de las obras de teatro que los pequeños montaban para entretenerse, de las canciones y las guitarreadas, de los paseos por la playa. La alegría a pesar del dolor, a pesar del espanto. La alegría como trinchera, como dijera Benedetti.

1982 fue el año del regreso. Como suele suceder con las decisiones importantes, la multiplicidad de factores se suma a un elemento que aparece como determinante. Buscar trabajo en otras latitudes para abrir el abanico de oportunidades a los pequeños que ya habían crecido bastante, los hizo poner la vista en otros destinos. “Si vamos a tener que mudarnos, a perder amigos ¿por qué no volvemos a Argentina?”, le plantearon los niños ya no tan niños. Y, como desde el país que habían dejado hacía más de cinco años llegaban noticias que la dictadura estaba a punto de terminar, el retorno se convertía en realidad. “Para nosotros siempre fue una certeza volver a Argentina. Todos los años el brindis era por la vuelta”, asegura.

De alegrías, llantos y heridas

Llegar a Buenos Aires fue una de las experiencias más reveladoras. “Yo salía de Venezuela feliz, todos lloraban cuando me despedían, pero yo salía loca de la alegría y cuando dijeron estamos sobrevolando Buenos Aires y miré por la ventanilla lo que me recuerdo era toda una cosa gris de edificios y darme cuenta que yo amaba la Argentina, que me la habían arrancado. Me largué a llorar, pero lloraba que no podía parar”. El llanto de Luisa no necesitaba consuelo, porque era el consuelo. El consuelo ante el dolor que no había podido sentir. El consuelo por los años de exilio forzado. “Los chicos decían ‘mamá, qué pasa’ y yo les decía ‘estoy feliz, estoy feliz’. Y lloraba, y lloraba, y decía me lo arrancaron a este país y yo lo quería y ni siquiera sabía que lo quería tanto’”, y cuando recuerda ese momento lo cuenta como sorprendida de sus propias emociones.

“Sentía los olores, y decía, Buenos Aires tiene olor a Buenos Aires, me había olvidado de este olor, la cara de la gente, todo. Era un estado de felicidad…”, dice tratando de explicar lo inexplicable. “Llegar a Tucumán, sentir el olor a verde, a cerro, a Tucumán. Llorar. Ver las calles de Tucumán, sentir la tonada de la gente y sentir… ¡Cómo extrañaba esto! Una alegría de volver pero con el contraste del rechazo de la gente y el miedo de hablar de las cosas que la gente no quería hablar”, de este modo, Luisa empieza a recordar cómo esa alegría del regreso se mezclaba con la tristeza del vacío, de las ausencias, de los olvidos.

Los amigos que se fueron, los que se llevaron, los que ya no estaban y que no volverían, los que no querían recordar y cruzaban de vereda. “Era aprender a vivir de nuevo en un lugar que estaba demasiado cambiado, que se había vaciado hasta la memoria de la lucha y de la participación. Eso también era triste. Que la gente no quería hablar de la lucha, de la participación”, recuerda así que el miedo se sentía a través de todos los sentidos. “No sabíamos el terror que había, el rechazo de mucha gente, el miedo a saludarnos, a vernos”.

Había que empezar a reconstruir la memoria. Había que empezar a reconstruir los lazos sociales. Esos que se habían hecho trizas y que estaban tiesos, oxidados. Traspasar la desolación que había encontrado en su tierra, en su lugar en el mundo. Poder mirar más allá de las casas vacías que habían quedado en su barrio porque sus amigos y otros vecinos también se fueron. Había que recomenzar porque la palabra derrota no era una palabra que Luisa admitía. Ni la admite. Mientras haya resistencia, mientras haya lucha, no habrá derrota.

El encuentro con los familiares de víctimas del terrorismo de Estado la hizo sentirse nuevamente en casa. “Fui a una reunión de las madres que hacían en la vereda de una iglesia y les dije que yo acababa de llegar del exilio y quería ayudar. Ahí con las madres me sentí como pez en el agua”, afirma esta mujer que supo ponerle el cuerpo a las convicciones.

La alegría, esa que era tan evidente y natural en la juventud de la década del 70 parecía haberse ensombrecido. Luisa defendió esa alegría siempre, y lo sigue haciendo. Lo hizo en el exilio, lo hizo a su regreso, y asió con fuerzas cada momento que pudiera volver a conectarla con la alegría. Con esa alegría que, como dijera Benedetti, uno de sus poetas favoritos, había que defender incluso de ella misma. La asunción como presidente de la Nación de Raúl Alfonsín, la expulsión de la dictadura, aunque no fuera como la habían soñado; los diferentes movimientos sociales que paulatinamente empezaron a demostrar con su surgimiento que se podían tejer nuevos lazos sociales; el inicio de los juicios; los reencuentros de militantes que, a pesar de los años, las cabezas blancas y la piel curtida siguen creyendo en mundos mejores. Los seis hijos. Los doce nietos. El decimotercer nieto que está en camino.

“A mí nunca me gustó la palabra derrota. Eso de asumir la derrota. No”, dice con contundencia  y recuerda cómo dolió el triunfo y la posterior asunción al cargo de gobernador, democráticamente elegido, del genocida Antonio Domingo Bussi. “Ganas de irse de nuevo”, dice. “¿Cómo resisto a una provincia donde ahora es el pueblo el que lo elige?”, era la pregunta que se hacía. Pero no se fue. Pero resistió. “Ahí me di cuenta que de verdad estaba borrada la memoria de la dictadura”, afirma esta mujer que se quedó a seguir construyendo la Historia, a reconstruir la memoria.  Luisa Vivanco. La militante, la psicóloga, la educadora popular. La que hoy integra el equipo interinstitucional de acompañamiento a testigos víctimas del terrorismo de Estado. La mujer que volvió del exilio y no se dejó quitar la alegría.

“Ahora estoy esperando a mi nieto número 13 y eso me dan una alegría tremenda. Es como que la vida sigue, pujando. Así”, y el gesto de algo que empuja, que se abre paso a pesar de las adversidades deja más que claro por qué esta historia es otra de las que pueden contar la Historia.