De encarnar el horror a simbolizar el reencuentro: 20 años del Pozo de Vargas
/Un pozo de grandes dimensiones en el pedemonte, en los terrenos de una familia apellidada Vargas. Oscuro, frío, críptico. En su interior, un montón de huesos mezclados: en trozos, enteros, con agujeros de proyectiles. Por la periferia, las voces de madres y abuelas los evocan; piden un reencuentro, una señal. En las inmediaciones del Pozo de Vargas -ubicado en Camino del Perú 100, en Tafí Viejo-, convergieron las pasiones idealistas y la fatalidad. Pero también es el espacio donde la memoria brota en forma de pequeños árboles que llevan el nombre de sus difuntos: 116 personas fueron identificadas hasta el momento de un total de 148 cuyo material genético fue encontrado en el lugar. Reconstruir esa historia fue posible gracias a la lucha de familiares, organismos de derechos humanos y al arduo trabajo científico que comenzó un 24 de abril de 2002, hace 20 años.
Antes parecía un mito barrial que numerosos cuerpos hayan sido arrojados a un profundo pozo. La idea era macabra. Pero, lejos de ser una leyenda, pudo esclarecerse que aquel lugar, durante el terrorismo de Estado, fue el depósito de cuerpos que se ocultaron y que, sin que sus verdugos se lo hubiesen propuesto, conservó partes de sus materialidades a pesar del tiempo.
Para comenzar a construir esa parte del plan sistemático de exterminio primero había que hallar el pozo. “Para eso recopilamos información en la memoria oral de los vecinos de la zona. Además fue fundamental la búsqueda incansable de las madres y abuelas. Es importante recalcar el papel de esas mujeres buscando a sus hijos o nietos, o las tías buscando a sus sobrinos”, relata Ruy Zurita, integrante del Colectivo de Arqueología, Memoria e Identidad de Tucumán (Camit), que trabaja desde los inicios de las investigaciones en el lugar. El pozo fue encontrado dos semanas después de aquel 24 de abril y, luego de algunos trabajos, los especialistas descendieron sobre aquella boca grande para encontrarse con los huesos y pertenencias de los desaparecidos y desaparecidas que habían sido arrojados a su interior.
Cuando se realizaron las primeras identificaciones genéticas que dieron nombre e identidad a aquellas piezas óseas, nuevas tramas simbólicas pudieron concretarse. Muchas familias tejieron vínculos con el pozo de maneras distintas y hasta opuestas, pero la recuperación de la verdad fue fundamental para seguir adelante.
Jorge Romero, quien fue notificado en 2015 de que se habían encontrado los restos de su padre, Samuel Romero, trabajador ferroviario desaparecido en 1976, cuenta que se deshacía en tristeza cuando se enteró. “He sufrido mucho cuando me dieron la noticia, mucho. He llorado malamente. Hacía 20 años que no tomaba y, bueno, la noticia había calado tanto en mí que a los dos o tres días volví a tomar. Y pensaba que lo tenía resuelto. No, no… una vez que uno recibe la noticia es bastante impactante”.
El pozo es más que un hoyo de heridas profundas hacia el interior de la tierra. “Es un territorio de memoria desde el mismo día en que empezó la búsqueda. La gente comenzó a buscar antes que el Estado. Entonces es una marcación social que se produjo, ni siquiera necesitó carteles de señalizado: es un espacio peleado por la gente, por los familiares, vecinos y la población de la Argentina que lo eligió como una bandera”, considera Zurita.
Un pozo histórico
Tafí Viejo, la localidad que generó su potencialidad y desarrollo a partir de la actividad ferroviaria, vio mitigada su capacidad productiva durante la última dictadura. El pozo está asociado a ese mundo; su función antes del terrorismo de Estado era abastecer de agua a máquinas de vapor. Se trata de una construcción subterránea que tiene 32 metros de profundidad -lo que mide un edificio de 10 pisos- por tres de diámetro. Las investigaciones demostraron que desde 1975 y hasta fines de 1977 fue utilizado como espacio de inhumación clandestina. Lo que decían los pobladores lindantes entonces era cierto: los militares se deshacían de las personas que secuestraban y torturaban arrojándolas a este gran pozo de agua.
El Camit ha recuperado hasta ahora alrededor de 40.000 piezas óseas humanas (algunas enteras, otras fraccionadas) que corresponden a 148 personas, y de las cuales 116 han sido identificadas genéticamente por el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF). También se recuperaron proyectiles y, además, objetos de las víctimas, como vestimenta y pertenencias materiales.
Cuando los militares dejaron de utilizar el pozo de manera criminal, se encargaron de romper su brocal y de arrojar suficientes escombros para tapar su interior. Por eso, y debido al paso del tiempo, no era fácil encontrarlo y mucho menos garantizar su existencia. Cuando los arqueólogos iniciaron su búsqueda se guiaron por un pequeño indicio: notaron en el terreno una depresión circular en la superficie. Con ello iniciaron las excavaciones y debieron pasar dos años hasta alcanzar la profundidad donde se encontraban los huesos.
Desde que comenzaron las primeras identificaciones, muchas familias pudieron conocer el destino de sus seres queridos y pensar en algo tan importante como el ritual de despedida. “Cuando se encontraron los restos de mi padre me preguntaron si iba a hacer la ceremonia de entierro. Yo dije que no. Él estuvo tanto tiempo en el pozo que yo no lo iba a volver a enterrar”, cuenta Romero. Su papá, conocido también como “Romerito”, era tornero y delegado en los talleres ferroviarios de Tafí Viejo. Fue secuestrado en enero de 1976 durante el Operativo Independencia. Su hermano, Raúl Romero, también fue detenido meses después y aún continúa desaparecido. Encontrar los restos de su padre no significó un alivio para Jorge. “Esto no es una etapa finalizada. No sé si me darán los años, pero sigo esperando que se complete lo que más se pueda del cuerpo de mi padre. Sigo en la lucha y esperando que encuentren también a mi tío, a mis amigos y amigas”.
20 años de compromiso
Según Zurita, no solo se identificaron a tucumanos, sino que también había personas de Jujuy, Salta, Catamarca, Santiago del Estero, Mendoza y Córdoba. “La mayoría eran militantes sociales, gente comprometida con la justicia social de la época. No fueron elegidos aleatoriamente sino por listas con ojo científico”, sostiene el perito.
El trabajo del Camit consiste también en estudiar las historias de vida de las víctimas desde el momento del secuestro hasta su culminación en el pozo, lo cual ha permitido identificar que muchas de ellas habían estado previamente en Centros Clandestinos de Detención.
Juntar todas las piezas de un gran entramado que quiso ocultarse fue posible gracias a la incansable lucha de familiares y organismos de derechos humanos que venían exigiendo al Estado que impulse políticas reparatorias, además de justicia. Nunca fue fácil, según Zurita. “Hubo mucha resistencia para las investigaciones. Hoy, después de 20 años de trabajo, puedo decir que no hemos tenido los medios ni el apoyo político necesarios. Tranquilamente se podría haber terminado, en su momento, en cinco años”, asegura.
Según Romero, el trabajo de los peritos es fundamental para la memoria, verdad y justicia. “Valoro muchísimo lo que hacen, escribí un poema en el que digo que ‘son unos ángeles amigos que llegaron y me rescataron de la profunda oscuridad’”. Y añade: “todo esto lo digo a pesar de su situación salarial precaria, porque en el pozo no se hacen las inversiones correspondientes y a los trabajadores no les retribuyen con lo que corresponde”.
A pesar de los obstáculos, el equipo de trabajo del Pozo de Vargas nunca paralizó su compromiso con el espacio y ha generado fuertes vínculos con las familias de los y las desaparecidas. “Todo el tiempo estamos interactuando, hoy por ejemplo tuvimos la visita de una familia que vino desde España con sus hijos y nietos. Es algo hermoso, maravilloso, ser parte de su proceso de duelo y reparación. Nos hace bien en el sentido de que nos da esperanzas de que el trabajo se está haciendo bien”, sostiene Zurita.
Algunas familias asisten al pozo en los cumpleaños de sus seres queridos, lo hacen también cada 24 de marzo y/o suelen plantar árboles que recuerdan a aquellos que fueron identificados en su interior.
La fortaleza simbólica del lugar es solo descriptible por quienes han estado en él. El pozo es -ahora- un lugar de encuentros, de vínculos y de acompañamiento. Hay quienes se enteran de datos de sus seres queridos gracias a la información que allí se comparte. Es un tejido de la memoria que no terminará ni siquiera cuando finalicen las investigaciones. Mientras tanto, la historia intentará reparar su deuda con ellas y ellos: los 148 del pozo, y los 30.000 desaparecidos.