Megacausa Jefatura III: del tormento a la búsqueda de justicia

Foto de Elena Nicolay | La Palta

El sonido de los autos pasar, el gatillar de un arma a modo de amenaza y los gritos de personas torturadas fueron una constante para la mujer -cuya identidad se preserva por el Protocolo de atención a testigos víctimas de delitos sexuales- mientras estuvo secuestrada en la Jefatura de Policía. Hoy, después de 47 años, se sienta frente al Tribunal y recuerda. Cuenta su historia del tormento que comenzó cuando era una estudiante universitaria en 1977.  

Era ocho de junio a la madrugada. La mujer se encontraba estudiando en la pensión que alquilaba en San Miguel de Tucumán. "Golpearon con todo la puerta. Entraron dos, uno grandote y uno más bajo. Me sacaron agarrándome con fuerza, yo resistía y gritaba", cuenta. Taparon su cabeza con una campera y la metieron en un auto para llevarla a la Jefatura. 

Por tres meses, la testigo sufrió violencia sexual. La interrogaban por sus hermanos, su madre y el trabajo de su padre, además de otras innumerables preguntas acerca de otros familiares. Al no obtener respuestas, la tortura física y psicológica comenzaba. "Cuando iba al baño podía ver cómo estaba mi cuerpo. No podía andar de la tortura", recuerda. Por momentos deja caer su cuerpo en el respaldo de su asiento, en un intento de recuperar fuerzas para continuar su testimonio. 

"Un día me llevaron a una habitación. Ahí estaba mi hermano. Era como para decir 'ya lo tenemos a tu hermanito'. Estaba ensangrentado y golpeado". Con el tiempo, comenzaron a intercambiar palabras a través de susurros entre las celdas para confirmar que se encontraban con vida. La mujer cuenta que su hermano la animaba a continuar, le decía que pronto saldrían de allí. 

Cuando relata su historia, lo hace con todos los detalles posibles. Detalles que guardó por mucho tiempo en su memoria. Cuenta que los nombres allí se convertían en números. Ella era el 66. Que la comida se reducía a una olla de caldo para todas las personas que se encontraban en aquel lugar. Que le daban pan y mate cocido para obligarla a hablar. “Todo eso me iba agotando. A veces sentía un vacío en mi alma y mi ser. Yo ya quería morir. Ahí se me cruzó, por primera vez, quitarme la vida”. 

De los días que pasaban no tenía mucha noción, hasta que comenzó a identificar el ruido de los autos. Si pasaban muchos, era día de semana, y si se escuchaban menos era sábado, domingo o feriado. Recuerda que de día había tres guardias mujeres y en la noche, hombres vestidos de civil con zapatillas, otros con botas negras, otros con zapatos, y que a veces, las canciones de tango se escuchaban en aquel lugar donde se cometían atrocidades. 

Foto de Elena Nicolay | La Palta

Un ayuda memoria

Al momento de declarar, la mujer sostiene una hoja pequeña en su mano. En ella están escritos los nombres de las personas que reconoció en su cautiverio y que también fueron torturadas. Recurre a ella mientras avanza en su testimonio. Nombra a dos hombres de su misma edad, “Lucho” y “Tucho” de Bella Vista, a “Pichón” Lezana. Nombra a Alicia Burdisso, de quien tiene la imagen de sus manos envueltas en un trapo sucio. "Ella me decía 'enséñame algunos ejercicios para que me movilice', y se iba volando antes de que aparezca el guardia". 

Un día los dejaron salir al pabellón. "Salimos todos sigilosamente, temerosos. Comenzamos a preguntar quién sos vos. Todos estaban pálidos, parecían desnutridos. Jorge Villegas me preguntaba si estaba enferma. Lo vi apoyado en la reja a “Pepe” Ojeda de Concepción, mirándonos a nosotros", dice la testigo. 

"Vas a quedar en libertad, pero te vamos a estar vigilando", le dijeron en septiembre de 1977. Ella pensó que ese sería su fin. Limpiaron su celda, la bañaron y la subieron a un auto oscuro. Luego de un sinfín de vueltas, la bajaron cerca de la casa de sus abuelos. "Ahí recién pude respirar. Cuando llegué, la vi a mi abuela. Me estaba esperando porque ya había llegado mi hermano", dice la testigo. Aquella noche no pudieron dormir por el temor a que volvieran por ellos. 

Retomar su vida después del tormento, no fue fácil. No podía hablar, no podía contar lo que le había sucedido. A veces veía el plato de comida sobre la mesa y lloraba, no podía comer. 

Después de dos horas, termina su testimonio y en la sala de audiencias los abrazos no tardan en aparecer. Abrazos que la reconfortan y la contienen. Después de tantos años, la mujer pudo contar su historia, aquella que antes no podía mencionar por miedo. Hoy busca algo de justicia por ella, por los que están y por los que nunca volvieron.