Operativo Independencia: de olvidos y de recuerdos

Fotografía de Paloma Cortes Ayusa

Una mañana salpicada de cuartos intermedios. Que si por inconvenientes técnicos, por cuestiones que debía resolver el tribunal, o por esperar a algún testigo, las interrupciones fueron varias y más extensas de lo esperado. La historia de Pedro Pablo Santana Campos, primer presidente de la Federación Indígena que luchaba por las tierras de su Comunidad, fue la primera en empezar a contarse. Más tarde fueron otras las historias que hablaron de un Tucumán militarizado. De una provincia donde los derechos fundamentales de las personas estaban suspendidos. De un lugar y una época que algunos prefirieron olvidar.

La casa militarizada

“El único impedimento que tengo es que mi madre no quería que contara esto que estoy por contar”, dijo María Cristina Medina. “Ella quería que lo olvidemos, que no hablemos nunca más de esto”, agregó. Apenas había empezado a hablar y ya no podía mantener firme la voz. El pañuelo que tenía en sus manos casi desaparecía entre los dedos. Cada tanto lo estiraba, se secaba las mejillas y volvía a quedar estrujado. “Nos tuvieron prisioneros en nuestra propia casa”, dijo la mujer que tendría unos veinte años cuando ‘militarizaron’ su casa.

María Cristina vivía frente a la Escuela Diego de Rojas. Su madre había enviudado recientemente y para costear los gastos de la casa y mantener a sus cinco hijos se puso un negocio. Una especie de despensa en un sector no tan poblado. “La ‘Escuelita’ no se había inaugurado”, recordó María. Los primeros en llegar a ocupar el lugar fue la Policía Federal. “Dieron vueltas todo, revisaron toda la casa. Pero era todo bien”, describió la mujer al referirse a la primera intromisión de esta fuerza armada. Cuando llegó el Ejército Argentino a instalarse en la Escuela Diego de Rojas ya no ‘era todo bien’. “Nos dijeron que nosotros teníamos que servir a la patria”, dijo una y otra vez María Cristina. Los encerraron en la casa. No dejaban salir ni a los chicos en la escuela. La manera de servir a la patria era cocinar y alimentar a los militares que estaban en la el lugar. “Mi mamá tuvo que cerrar la despensa porque habían cerrado las calles”, contó. Cuando la mercadería comenzó a escasear, fue su cuñado quien les proveía los recursos. “Ellos (los militares) nunca pagaron ni compraron nada”, dijo con naturalidad.

María Cristina dio detalles de lo que escuchó y vio desde la terraza de su casa. Camiones con gente que se quejaba. Lamentos y pedidos de ayuda. Bultos que se tiraban dentro de los camiones y se sacaba de la ‘escuela’. “Esa gente no se quejaba. Se sentía cómo los tiraban y no se quejaban”, sostuvo María al referirse a esos ‘bultos’. “Eran cuerpos”, concluyó la testigo.

“No me pida que le cuente lo que él vio. No me pida”, dijo entre sollozos María Cristina Medina. ‘Él’ era uno de sus hermanos, el que quedó más afectado, según había dicho al comenzar su relato. Aquel niño que tuvo que llevar comida a los militares que estaban en el centro clandestino de detención que funcionó en la ex Escuela Diego de Rojas conoció por dentro lo que ella solo podía mirar por fuera. Hoy es un testigo que será citado a declarar.

María Cristina Medina fue la segunda testigo de la tarde. Antes prestó declaración una testigo cuya identidad se preserva. “El 80 por ciento de Famaillá somos víctimas”, dijo la testigo protegida por la aplicación del Protocolo de atención a testigos víctimas de delitos sexuales. “Nos cuesta contar porque están nuestros hijos. Nos cuesta decirles que fuimos violadas”, dijo la mujer que vivió en San José de Buena Vista. Tenía 21 años, “ahí empezó mi calvario”, soltó al empezar su declaración. “Cuente lo que vivió en la Escuelita de Famaillá”, le había pedido la fiscal ad hoc Julia Vitar. “No me haga esa pregunta por favor”, respondió de inmediato. “Le voy a contar pero no me pida que ahonde en detalles”, dijo después. “He sido torturada. He sido violada”.

Fue liberada el 18 de junio de 1975. Cuando el presidente del tribunal, Gabriel Casas, le dijo que estaba desocupada y que podía retirarse, la testigo se paró a un costado y dijo: “Hoy como ayer yo grito ¡viva la Patria y viva Perón!”.  

Perseguidos por defender sus tierras

Pedro Pablo Santana Campos defendía las tierras su comunidad. Lo perseguían por eso, porque había sectores interesados en la posesión de esas tierras que no se vendían. La Pacha, para las comunidades originarias, no es propiedad privada de nadie. Es la madre y hay que cuidarla y defenderla. La Federación Indígena, ese espacio de defensa y organización de los pueblos originarios, se convirtió en un blanco de persecución. Santana Campos es ejemplo de esa lucha y de esa persecución.

La primera testigo en declarar sobre esta causa fue Paola Jesabeth Santana. Hija de Pedro Pablo y de Felipa Isabel Maita contó lo que pudo ir reconstruyendo de las dos detenciones ilegales que sufrió su padre. Felipa también fue secuestrada y estuvo detenida en la Hostería del Mollar. Allí fue torturada a pesar de su avanzado embarazo. “Decían que ahí llegaba la extremista que habían bajado del cerro”, contó la mujer ante el tribunal en la sala de audiencias.

Pedro Pablo y Pablo Pedro, los dos hijos de Santana Campos también aportaron sus recuerdos a la reconstrucción de esta historia. Tenían 7 y 8 años cuando su papá fue secuestrado por primera vez en febrero de 1975. Supieron por su padre que había estado en el Mollar durante un mes y luego fue trasladado al Centro Clandestino de Detención (CCD) conocido como 'la Escuelita` en la localidad de Famaillá. Luego pasó a la Jefatura de Policía y finalmente al penal de Villa Urquiza. Las torturas dejaron secuelas en sus riñones. Recién en marzo de 1975 fue puesto a disposición del Poder Ejecutivo y más tarde liberado. En 1977, con el golpe de Estado ya perpetrado, Pedro Pablo Santana Campos fue nuevamente secuestrado y en junio de ese mismo año recuperó finalmente su libertad.  

El sur de la provincia

“Yo era un estudiante de medicina. No me importaba la política”, dijo en su declaración Leonardo Sergio Demp. El médico fue citado como testigo de contexto por la experiencia que vivió en un viaje al sur de la provincia de Tucumán. Estudiaba en Córdoba, vivía con sus padres y, para tener un dinero extra para sus salidas de fines de semana, vendía algunos productos de mercería. Como aventura, de paso, elegía los pueblos del interior de Córdoba donde, según contó, la venta era mejor.

En octubre de 1975 se animó a venir al sur de la provincia. “Tomamos un tren hasta Atahona y de ahí mi compañero se iba a Monteagudo”, contó Demp. Al llegar habían visto que el pueblo era chiquito y podían vender más si los dos jóvenes se separaban y abarcaban dos pueblos. Los planes de encontrarse al atardecer no se concretaron. “Apenas caminé unos metros me tiraron al suelo, me golpearon, me llevaron a una especie de oficina. Me torturaron”, relató el testigo. El pueblo estaba militarizado. Lo trasladaron a la comisaría de Concepción donde se reencontró con su amigo. Ambos en las mismas condiciones. Ambos recibieron más torturas.

Diez días más tarde, Leonardo Demp dijo que fue liberado. Junto a su amigo intentaron volver a Córdoba. Llegaron a Famaillá y allí fueron nuevamente detenidos. “Parece que se comunicaron con los que nos habían soltado y nos volvieron a liberar”, dijo a través del sistema de videoconferencia. Habló de las secuelas de la tortura. De lo que vivió esos días de encierro. De cómo estaba el sur de la provincia. “Había militares y gendarmes por todos lados”, aseguró. Y aunque el hecho particular del que fue víctima no es parte de este debate oral y público, su testimonio dio pinceladas de un lugar desconocido hasta entonces. Inolvidable y olvidable a la vez. De localidades sitiadas, donde no había derechos, donde no había posibilidad de defensa. De una época en la que, sin importar si se era militante o no, ante todo se era sospechoso.