Llegó a Malvinas como enfermera y se convirtió en mamá y amiga de los heridos

A la derecha, Ana María Mendoza | Foto cortesía

Ana María Mendoza es una mujer de carácter. De las que toman negroni y toman la base naval más grande de Sudamérica para exigir derechos. Una mujer que gesticula cuando habla, pronuncia las p con fuerza y reconoce su identidad del norte, pero también del sur. Una mujer con carácter que se hizo de abajo, diría ella. O, quizás, la hizo la vida: la sacudió de un tirón para volverla fuerte de repente, a sus 24 años. Luego de quedar huérfana y por pedido de su hermano, que era marino, se mudó a Punta Alta, Buenos Aires. Allí se encuentra hasta hoy la base naval Puerto Belgrano. “Venir desde Tucumán a vivir en una base militar fue una locura. Mi hermano me sentó y me dijo ‘mirá no tenemos nada, tenés que trabajar’. Entonces me anoté en Enfermería”, recuerda, como si a su profesión la hubiese elegido casi por casualidad. 

Mendoza hizo su primera guardia como enfermera el 1 de enero de 1982 y, a los pocos meses, le tocó asistir en la guerra de Malvinas desde el hospital de Punta Alta. “El 2 de abril de 1982 me atravesó como a cualquier argentino. Con 24 años me encontraba en el hospital naval en régimen de una dictadura en la que nada era fácil”, dice, contundente, y recuerda cómo empezaron a llegar más y más heridos con el paso de los días a Puerto Belgrano. Hasta allí trasladaban a los soldados de Malvinas que necesitaban atención médica. “Eran chicos -aclara-, tenían entre 18 y 20 años. ‘Mamá, mamá, mamá’ decían. En el fondo, cuando toco estos temas, se me vienen las voces de esos chicos que toda la noche nos decían ‘enfermera, enfermera, enfermera’”. 

Sin dudas, Malvinas la marcó. La obligó a crecer y a perder el miedo. Porque si algo tuvo en ese tiempo, fue miedo. Ana María se permitió llorar, con los propios soldados, con sus compañeras. “Recuerdo la noche en que una encargada me dijo que había que preparar una sala urgente porque llegaban heridos. La preparé como pude, sola. Esa noche un chico que gritaba de dolor se arrimó adonde estaba sentada y me dijo que le raspaba la garganta. Le di agua, pero él tosía y tosía. De tanto toser largó una esquirla en el escritorio. Nunca me voy a olvidar de eso. Nunca”.

Su encuentro con la vida y la muerte

La ginecología obstétrica es lo que más le emociona de su profesión. Antes de la guerra, se especializó en asistir partos y controlar los embarazos. Durante la guerra, la sala de ginecología de María pasó a ser la sala del crucero Belgrano. A su vez, la sala del centro materno -donde estaba la sala de parto- pasó a ser el centro de quemados. “Ahí sentías los gritos de horror. Me queda el recuerdo de una pileta pelopincho y una camilla llena de agujeros donde se cepillaba a los pacientes para sacarles la carne necrosada”, dice, cerrando los ojos. “En esa misma sala, donde yo solía dar vida”.

Era durante esos momentos críticos cuando ella hacía contacto directo con los heridos. Muchos soldados les pedían que se comunicara con su familia. “Entonces intentás ayudar, preguntás de dónde son. Te dan un teléfono y empezás a llamar por tu cuenta. Yo he llamado a muchísima gente. Todo eso me lo descontaban del sueldo, porque teníamos un código interno que solo podíamos usar para asuntos personales y yo lo usaba para llamar. Varias veces me pasó que terminé cobrando muy poco sueldo. Llamé a Neuquén, a Mendoza, a Salta, adonde me pedían”.

Admite que no le es fácil hablar de Malvinas. Fueron 35 años de estar callada, en los que la terapia y el tiempo ayudaron a poner en palabras el horror. Ana siempre se destacó por su empatía. Ayudar al otro fue su misión. Como enfermera, primero, y como militante, después, en la secretaría general de la Asociación Trabajadores del Estado (ATE) de Punta Alta. “Durante la guerra estuve 18 días sin salir del hospital; solo paraba para bañarme, pero no tuve cansancio. No lo puedo explicar, mis compañeras tampoco. Era como que te tirabas y dormías arriba de los rollos de algodón, de los apósitos y del material que preparabas. Después volvías a tener fuerzas y continuabas”, explica.

El último herido de la guerra de Malvinas se fue de Puerto Belgrano el 22 de diciembre. Desde entonces,"nunca nos reconoció el Estado nacional, nunca pasamos por un estudio psicológico, nunca nos preguntaron qué sentíamos. Hoy analizo cómo volví a trabajar en ginecología: hacía 48 horas llevaba gente a la morgue y ahora estaba ayudando a una mujer a parir”, dice, con la voz quebrada.

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Hospital naval de Puerto Belgrano | Imagen de Archivo Histórico

La militancia como reparación

Mendoza es hija de un zafrero tucumano. Nació en Aguilares, una ciudad al sur de Tucumán, y creció en la Banda del Río Salí, a 10 kilómetros del centro de la capital. Se crió en un quiosco que tenía su familia sobre la ruta 9, vendiendo sánguches de milanesa. Después de Malvinas, dice ella, se rebeló. “Empecé con una militancia que costaba. Era difícil en esa época entender que estábamos subordinados al poder. Y yo, con 27 años, me los quería comer vivos”, cuenta entre risas.

Cuando recuerda a esa Ana María, la de la postguerra, le cambia el semblante. Como si se refiriera a otra mujer totalmente distinta. “Cuando mi hija me ve en la foto me dice ‘¿mamá, esa sos vos?’ Valentina tiene 22 años y nunca me vio vestida de enfermera. Cuando ella nació, yo ya militaba (en ATE)”, cuenta. Su firmeza la llevó a acumular sumarios hasta que en 2006 terminó tomando la base naval de Puerto Belgrano. En una movilización liderada por ella, cerró siete puertas de la base y no dejó salir a nadie durante 12 días. El hecho concluyó con 363 denuncias penales en su contra por privación ilegítima de la libertad, pero con derechos conquistados para los trabajadores. "El cura quería salir de la base a dar la comunión y yo le dije 'ni aunque venga el Papa'”, rememora con gracia.

Ana María sueña con volver a Malvinas un día. Dice que quiere traer tierra de las islas y conocer las cruces que rinden homenaje a los soldados caídos en combate: “tengo la esperanza de hacer eso. Creo que nos lo merecemos y merecemos un reconocimiento del Estado. Soñar con que vamos a volver a Malvinas y, tal vez, de la mano de América Latina”.

Su relación con las instituciones siempre estuvo atravesada por contradicciones. De eso no quedó afuera su vínculo con Dios y su manera de sentir la espiritualidad después de ver tanta muerte. “Pienso que Dios había elegido a esos soldados para estar en la trinchera en Malvinas -se emociona-, y nos había elegido a nosotras para ser las enfermeras que los curarámos, no solo de las heridas bélicas sino también emocionales. Para que fuéramos sus mamás, sus amigas, sus hermanas”.

El cementerio de Darwin a 70 kilómetros de Puerto Argentino | Foto de Telam

Según Ana María, la justicia es la igualdad. “Yo elegí ser enfermera, pero esos pibes que llevaron (a Malvinas) no eligieron ir. Se les debe honor y gloria toda la vida”, reflexiona. “Y son las mujeres invisibilizadas, de las que nadie habla, las verdaderas heroínas”. Infla el pecho cada vez que menciona a sus compañeras.  “Éramos un abanico de mujeres de diferentes partes del país que, como yo, llegaron a Punta Alta”. Algunas a buscar suerte, otras porque estaban casadas con marinos. Mendoza advierte que las enfermeras vivieron la guerra de una manera muy difícil, y resalta que en la cabeza de esas mujeres quedaron muchos rostros sin nombre. “Hay uno solo que se me grabó, de apellido Salinas. Y se me grabó porque es mi apellido materno”, rememora, mirando a un punto fijo. 

Como si en Salinas se reflejaran todos esos soldados a los que curó. A los que intentó comunicar con su familia. A los que les dijo “tranquilo, pibe”, aún sabiendo a veces que no había nada más por hacer.