Verdad que busca justicia
/Que la implementación de los mecanismos de secuestro y tortura empezaron mucho antes del 24 de marzo de 1976 a esta altura ya no es novedad. Se conocen los operativos llevados adelante por la triple A durante el gobierno de María Estela Martínez de Perón (Isabelita) y lo que después se convirtió en moneda corriente: los allanamientos, los secuestros, los interrogatorios (que siempre incluyeron torturas) y la desaparición de personas. Testigos que vivieron esta inocultable realidad, que fueron llevados antes del golpe de Estado, pasaron y seguirán pasando por el juicio de la Megacausa Jefatura II Arsenales II. Tal es el caso de Carlos Mariano Zamorano y Carlos Alberto Gallardo. Carlos Zamorano fue presentado en el juicio como testigo de contexto del caso Chebaia, aquel empresario tucumano desaparecido el mismo día del golpe militar a quien saquearon cuanto objeto de valor poseía la noche del supuesto allanamiento. Carlos, además de conocer a Chebaia, estuvo detenido desde el 28 de noviembre de 1974 hasta 1982. Según contó, a lo largo de esos años lo tuvieron en el penal de Villa Urquiza, de Devoto, de Rawson, de Resistencia, de Córdoba y de La Plata, entre otros. En todos los lugares en los que estuvo detenido le dieron “palizas tremendas”, según sus propias palabras.
La exposición de Carlos Zamorano, que luego fue abogado de presos políticos de la dictadura militar, fue extensa y profusa en datos históricos. Así dijo, por ejemplo, que “hubo dos dictaduras entre 1975 y 1983, la dictadura cruenta de Isabel Perón y la de sus sucesores”. Habló del Operativo Independencia en febrero de 1975 y del Operativo Serpiente Roja en mayo del mismo año. Contó que previo a su detención sufrió 3 tiroteos en su domicilio y en uno de ellos una bala “pegó a un metro de mi compañera que estaba embarazada de 4 meses”.
Carlos Alberto Gallardo, por su parte, habló de cuando se lo llevaron junto a su padre Alberto Luis Gallardo en agosto de 1975. En ese momento tenía 17 años, “no tenía conciencia de lo que estaba viviendo, nunca me imaginé que una cosa así podía pasar” dijo al tribunal. Fue liberado tres días después que, según expresó, le parecieron meses en los que escuchó cosas atroces: “Escuché que le quebraban el brazo a una persona…el ruido de los huesos quebrándose…sentir que matan a alguien y no saber si es tu papá creo que es lo peor para un ser humano”.
Después de ser liberado quiso seguir estudiando, pero ya nada volvería a ser igual. En el colegio Salvador Mazza no lo quisieron recibir, el sacerdote rector simplemente le dijo que se tenía que ir de allí. Su familia fue perseguida y saqueada, a su padre lo volvieron a llevar un par de veces más hasta que terminó por escapar a Bolivia.
Diferentes estrategias, el mismo delito
La propiedad de la familia Marini, en la que vivía el matrimonio Araldi-Oesterheld, terminó en poder de María Elena Guerra. Nadie se la vendió, como quiere hacer creer la defensa, no existen documentos de esa transacción y el hecho de que la imputada haya intentado iniciar un juicio de prescripción adquisitiva deja claro este punto. Esta vez se presentó como testigo de la defensa a Nélida Giménez. Su declaración confirmó la teoría de esta parte: que primero vivió la madre, Alcira Guerra, que allí no vio a los Araldi, que la casa estuvo abandonada, que la llegada de Guerra trajo alivio a los vecinos y que jamás supo de un operativo policial en la cuadra. Nélida, una vecina que vive en diagonal a la propiedad en cuestión, repetía una y otra vez “no que yo sepa…no soy de charlar con los vecinos…no me entero de nada de lo que pasa en el barrio”.
El otro testigo presentado por esta causa fue el hijo del matrimonio que había sido llevado junto a su madre cuando tenía un año y medio. A Fernando Araldi lo dejaron en la “Casa Cuna”, de allí lo buscaron sus abuelos y desde entonces vive en Buenos Aires.
Primero se pasó su declaración para el juicio de Jefatura I, luego habló por el sistema de teleconferencia y se refirió a la reconstrucción de su historia tras el hallazgo de los restos de su padre. Su mayor deseo es saber si tiene un hermano o hermana; saber si aquel embarazo de su madre llegó a término es una manera de cerrar su historia y algunas heridas que aún permanecen abiertas.
El mecanismo que se usó para quitarle la casa y las tierras que Francisco Lazarte había adquirido fue diferente. Lo secuestraron, torturaron, lo amenazaron con matar a su familia y lo dejaron en libertad 45 días después con el miedo suficiente para que no se niegue a nada. Luego recibió un mensaje del jefe de Policía Mario Albino Zimmermann que le exigía presentarse en la Escribanía del Dr. Ángel Guillermo Figueroa. Allí debió firmar un acta notarial en la cual quedaba asentado que devolvía a la Sra Abregú de Gattei una finca y la casa de calle Buenos Aires y que se negaba a recibir pago por esto. Posteriormente desde la Jefatura de Policía lo intimaron a presentarse en la Comuna de Santa Rosa y los Rojos (Monteros) para pagar unos impuestos de aquellas propiedades. Pagar impuestos de algo que ya no le pertenecía
Entre jueves y viernes dieron testimonio por este caso el mismo Francisco Lazarte, su esposa María Luisa, su hijo Francisco Luis y su hermano Carlos Alberto Lazarte. Todos ellos dijeron que cuando tuvieron que hacer los trámites exigidos por aquellas propiedades entendieron por qué lo habían llevado a don Francisco.
Sospechosos por ser sindicalistas, sospechosos por ser estudiantes
La historia de la industria azucarera en Tucumán está plagada de desapariciones, torturas y muertes. Esos secuestros dan cuenta de la complicidad del sector civil. Así pasaron por audiencias anteriores los testimonios de los obreros del ingenio Ñuñorco que dejaron claro quiénes eran los entregadores y a quiénes benefició la desaparición de los que trabajaban en los sindicatos. En las audiencias del viernes la historia la contaron Margarita Fernández, Irma Romano y Domingo Coronel.
La historia de Margarita es la del dolor que se acrecienta con los años. A su esposo Pedro Guillermo Corroto se lo llevaron la noche del 21 de enero de 1977 y nadie le quiso explicar por qué ni a dónde. Esa noche a Margarita se le quedó grabada la imagen de los ojos y las cejas de uno de los policías que entraron en su casa. Tiempo después se encontró con ese hombre de apellido Andrada que reconoció haber estado entre los que se llevaron a Jefatura de Policía a su esposo. Andrada le dijo que el operativo estuvo a cargo de Marcos Urrutia, le dio otros nombres como el de Almirón y el de su chofer Valdés.
Margarita fue al Ingenio Nueva Baviera a buscar datos sobre su marido, allí la había enviado un bombero voluntario que la conocía. Quien la recibió la mandó a cuidar a sus hijos: “¿no tiene miedo de perderlos?” le dijo como sabiendo que eran dos. Mientras declaraba su voz se quebró en varias ocasiones, recordó que aquella noche le apuntaron con un arma, la tiraron en la cama donde estaban sus hijos, el mayor de 4 años la miraba con los ojos desorbitados, desconcertado y llenos de miedo. “Mire su hijo, está despierto su hijo”, le decían.
Las secuelas de ese momento de terror los acompaña desde hace 36 años. Ella estuvo internada en una casa de reposo y la separaron de sus hijos, los dos estuvieron toda su vida bajo tratamiento psiquiátrico; el mayor no pudo recuperarse y terminó suicidándose. El menor, que en ese momento tenía apenas 9 meses, tiene una “inexplicable” fobia, no resiste ver personas con gorra o con capuchas.
El año pasado se encontraron los restos de Pedro Corroto, estaban entre los hallados en el Arsenal Miguel de Azcuénaga. Se indicó que Corroto tenía quebradura de mandíbula y 3 tiros, de los cuales uno era en la columna y otro en el hombro.
Este caso deja claro que el circuito represivo que las defensas se niegan a admitir realmente existió. Pedro Corroto fue llevado a Jefatura de Policía (lugar de tránsito), luego estuvo en el Centro Clandestino de Detención Nueva Baviera y el hallazgo de sus restos en el Arsenal Miguel de Azcuénaga demuestra las torturas que sufrió a lo que le siguió la muerte. Muerte que ya había sido decidida ya que su nombre figura en el Índice de Declaraciones de Delincuentes Subversivos con la sigla DF (Disposición Final).
Irma Romano declaró por el caso de su hermano Domingo Nicolás Romano. También tiene desaparecido a Benito Vicente Romano a quien habían ido a buscar el 24 de marzo de 1976 y como no se encontraba en su casa se llevaron a Ramón Francisco. Ramón fue liberado después de seis meses de detención. Benito fue detenido en Buenos Aires, y los “motivos” al igual que Pedro Corroto era su actividad sindical y su trabajo en la Compañía Nacional Azucarera S.A. (CONASA). Baldomero Domingo Coronel también fue detenido por aquel entonces, le dijeron que era porque tenía sociedad con Romano y que éste les proveía las armas. Baldomero, liberado tras dos días de ser golpeado, dijo en su testimonio que fue tanto el miedo que tuvo que cuando le dijeron que no salga de la provincia él simplemente obedeció.
La sospecha sobre los estudiantes fue mucho más allá de si eran de la facultad de Filosofía y Letras o no, de hecho aún permanecen desaparecidos universitarios de la Universidad Nacional de Tucumán (UNT) como de la Universidad Tecnológica Nacional (UTN). Pero los ojos de las fuerzas armadas también estuvieron puestos sobre los estudiantes del nivel secundario, principalmente aquellos que tenían algún tipo de actividad política en sus establecimientos, el caso de Gustavo Santillán es un ejemplo de ello.
Gustavo ya había egresado de la escuela experimental Gymnasium Universitario, allí había participado del Club Colegial junto a otros compañeros y tras haber terminado el profesorado de Educación Física se dispuso a estudiar Ingeniería Eléctrica al tiempo que trabajaba como empleado municipal.
Gustavo Santillán fue secuestrado el 22 de abril de 1977 al igual que Ricardo Daniel Somaini y Horacio Ponce, todos ex compañeros del establecimiento secundario y vinculados, aparentemente, por haber sido militantes de la Juventud Peronista durante ese periodo. Fue a Beatriz Moya, esposa de Gustavo, a quien Zimmerman le mostró una publicación del diario “La Gaceta” donde se decía que estos estudiantes habían adherido a un paro. En esa ocasión le dijo: “Si él no tiene nada que ver, rece, espere tranquila, ya va a volver”. Pero Gustavo nunca más volvió.
Su hermano Julio Santillán y su esposa Beatriz Moya fueron quienes declararon el pasado viernes 8 de marzo. Contaron quién era Gustavo y todo lo que hicieron para poder encontrarlo a lo largo de estos 35 años. Beatriz además recordó la noche que con su hija de cuatro meses en brazos fue empujada, golpeada y amenazada mientras se llevaban a su marido. Recordó que unos días antes habían entrado a su casa y habían revuelto todo, que pensaron que se trataba de un robo común porque les faltaban cosas de valor. Dijo que ese mismo día Horacio Ponce había llegado preocupado porque había desaparecido Víctor Moreira, otro ex compañero. Supo que antes que su marido sea secuestrado también lo había sido Ricardo Salinas.
Antes de retirarse Beatriz repitió el agradecimiento por esta oportunidad de contar su historia, de tener la esperanza de que se haga justicia, de seguir intentando cicatrizar viejas y profundas heridas. Y como cada testigo dejó claro no poder entender el porqué de tanto horror, la tesis de la guerra, que algunos todavía quieren sostener, no explica el saqueo, el ensañamiento, la tortura, la violación. “Nunca pude entender que tanto horror, tanta tortura y tanta muerte pueda haber en un ser humano” dijo Beatriz al afirmar que su trabajo es traer niños al mundo y que piensa en eso mientras los ve nacer.
"Yo quisiera preguntarle a estos señores si en algún lugar de su corazón son capaces de darse cuenta del horror que se cometió" fueron sus palabras antes de retirarse, palabras que de alguna manera deben haber calado en los familiares de los imputados que niegan las atrocidades cometidas, que quien sabe por qué mecanismos de defensa prefieren creer que todo es mentira, que todo está armado. Pero la verdad, esa verdad que se abre paso de la mano de la incansable búsqueda y la lucha por la justicia se hace innegable en cada audiencia.
Gabriela Cruz
gcruz@colectivolapalta.com.ar