Una margarita contra el olvido
/*Por Helaine Gana (Nota realizada en el marco de la materia optativa: Comunicación, Memoria y Derechos Humanos - Facultad de Filosofía y letras)
Foto: Mariela De haro | La Palta
¿Cómo se recuerda a alguien a quien no se llegó a conocer?
¿Qué palabras alcanzan para reconstruir una vida que fue silenciada por el miedo?
Hay ausencias que no se llenan con datos ni fechas, sino con preguntas que persisten.
Una amiga, una madre, una hija, una hermana. Una joven militante cuya historia fue interrumpida, borrada, escondida. Pero no del todo, como una raíz que resiste bajo tierra.
A cincuenta años del Operativo Independencia, su nombre vuelve a decirse: Margarita “Marita” Del Carmen Costilla. No como cifra, no como caso judicial, sino como una mujer de 21 años, ama de casa, que vivía con su esposo, Roberto Villagra, y su hija pequeña, Mirian Marcela. En enero de 1976, un grupo de hombres armados irrumpió en su hogar. Se la llevaron no por lo que hacía, sino por lo que representaba. Aquella operación militar fue el ensayo del plan represivo que el Estado argentino luego extendería a todo el país: una política que marchitó cuerpos, hogares y afectos.
Hoy, su historia vuelve a escucharse, porque detrás de cada desaparición hay ausencias que echan raíces en la memoria. Esta crónica es un intento de restituir su humanidad: no solo contar su secuestro, sino recordar su nombre. Como quien riega una flor que se niega a morir, una margarita que sigue buscando la luz.
Esa madrugada no fue una más en Tafí Viejo. Eran alrededor de las dos y media cuando golpearon la puerta de la calle Santa Fe 1097. La madre de Margarita, Lidia Herrera, respondió. Del otro lado, una voz preguntó si ahí vivía su hija. Frente a la respuesta afirmativa, irrumpieron en la casa y avanzaron con violencia. Obligaron a Margarita a levantarse. Estaba en ropa interior, no le dejaron vestirse. Le vendaron los ojos. Ni la ropa ni el terror de su madre alcanzaron para detenerlos. La arrastraron fuera de la casa y un auto blanco con capota negra quiso robarse su historia como si pudiera tragarse la semilla de lo que ella fue.
Cuatro días después, el 31 de enero, volvieron. “Carozo”, su esposo, ya los estaba esperando con una muda de ropa para Margarita, por si se encontraban. La escena se repitió con una frialdad brutal. Preguntaron por panfletos, por armas. No encontraron nada. Se lo llevaron igual. En la casa quedaron su suegra y su hija. Y un silencio que se volvió eterno, como una flor arrancada de raíz.
Un testigo los vio en la Jefatura de Policía de Tucumán. Dijo haber escuchado sus nombres entre gritos y quejidos. Pero esta historia no termina en el momento de su desaparición. Comienza otra: la del silencio, la espera, la búsqueda.
Su madre fue quien inició la lucha. Presentó hábeas corpus, denunció en comisarías, golpeó puertas, buscó en hospitales. No obtuvo respuestas. Su insistencia fue un acto de resistencia frente al miedo. La hija de Margarita se crió creyendo que su abuela era su madre. Así lo decidió Lidia, paralizada por el miedo a que la ausencia volviera a tocar la puerta. Durante años, el silencio fue un modo de sobrevivir. Recién de grande, Marcela supo la verdad: “Eso me hizo mucho daño”, declaró en el juicio. “Mi historia, lo que estoy contando, me sorprende”.
La dictadura no solo rompió cuerpos. También rompió vínculos, palabras no dichas. El secuestro de Margarita dejó una hija sin madre y una madre sin hija. Y aun así, esa niña creció, preguntó, habló. En su testimonio, el dolor y la sorpresa siguen vivos, y al mismo tiempo le devuelven humanidad a Margarita al mostrar las marcas invisibles que deja una desaparición. Marcela, con su voz abre una herida y una esperanza: “Que todo esto sirva para algo”.
¿Qué queda cuando no hay cuerpo, ni tumba, ni una última palabra? Queda una tierra seca, pero aún fértil, donde a veces florece el recuerdo.
Margarita Costilla sigue desaparecida. Su nombre no figura en actas de defunción, su destino nunca fue aclarado. Y ese vacío no terminó con el fin de la dictadura: sigue latiendo en quienes intentan reconstruir su historia.
Porque donde hubo terror, hoy florece la lucha por la verdad.
Cincuenta años después, buscarla sigue siendo difícil. No hay demasiadas fotos, ni cartas, ni recuerdos registrados. Apenas unos pocos testimonios en los juicios, fragmentos de relatos, escenas incompletas. No es fácil contar a alguien cuando lo que falta es casi todo. Pero en esa falta también hay una presencia.
Porque Margarita no es solo lo que le hicieron, sino también lo que dejó: una hija, una madre que luchó, una mujer. En cada intento por decir su nombre con ternura, en cada línea escrita para recordarla como algo más que una víctima, su memoria brota como una flor que se niega a marchitar, aún en tierra hostil.
No tenemos todas las respuestas. Pero elegimos sembrar margaritas donde ellos quisieron arrasar con todo.