El último espacio de resistencia
/“Seguiremos deseando la libertad del cuerpo mientras podamos sostenernos en el pensamiento para la libertad”
Rodolfo Rodríguez | Centro Universitario Devoto
Paulo Freire, pedagogo y educador popular brasileño, sostuvo que la educación es una práctica liberadora. Una vía de cambio y emancipación de las personas. El camino hacia la libertad. Estas palabras, estas ideas, se sienten con más fuerza cuando se habla y se piensa en la educación en contextos de encierro. La única forma de atravesar los muros. Donde se habilita la palabra y las personas privadas de su libertad se posicionan desde otro lugar, se construyen (cuando les es posible) desde el lugar de estudiantes, no ya de presos y el estigma que eso representa. Las horas de aula son, para los internos y las internas, las horas de libertad dentro del encierro oscuro.
El objetivo principal de la modalidad educativa en contextos de encierro, dependiente del Ministerio de Educación de la provincia, es garantizar la educación de todas las personas privadas de su libertad, explica Ignacio Ygel, coordinador y referente de la modalidad. Tres son los contextos que alcanza esta política: los centros de adolescentes Roca y Santa María Goretti, que dependen del Ministerio de Desarrollo Social; el centro de tratamiento de las adicciones Las Moritas, dependiente del Ministerio de Salud; y los institutos penales Villa Urquiza, Instituto de Rehabilitación Santa Ester y Unidad N° 3 de Concepción, dependientes del Ministerio de Seguridad. Según comenta Ygel, existe una articulación entre los ministerios para poder garantizar el derecho a la educación. Un derecho que, junto a muchos otros, ya ha sido negado y vulnerado en el afuera. Porque la historia de exclusiones de la población carcelaria no comienza a partir de su paso por un instituto o un penal, sino desde mucho antes.
La escuela en contextos de encierro funciona como una institución dentro de otra que tiene una lógica totalmente diferente e, incluso, opuesta: el sistema penitenciario. Este último se rige a partir de principios que se basan en el castigo, en la pena de los cuerpos, de las mentes. La escuela, con su lógica de desarrollo integral de las personas es “ese último espacio que resiste”, tal como la describe Fernanda Marchese, coordinadora de la línea de adultos de institutos penales. La escuela, insiste, resiste a la lógica de seguridad y de encierro, “(es el lugar) que se resguarda, que se cuida, que tiene color, que se mantiene limpio”. Fernanda cuenta, desde su experiencia, que los estudiantes ansían el momento de la escuela porque es su espacio de libertad dentro de los altos muros. Y la libertad se vive allí porque circula la palabra, aquella que es negada cuando se sale del resguardo de esas cuatro paredes que albergan el olor a tiza. Porque en la cárcel está prohibido pensar, decir. La cárcel es el lugar de la negación. “En la escuela se los mira como alumnos, no como delincuentes. (Se los mira) desde la potencialidad de aprender, de poder ser, de saber”, explica.
Campo de tensiones
Ignacio Ygel dice que la modalidad educativa en contexto de encierro viene a confrontar dos paradigmas fuertes: el del sistema penitenciario y el del Ministerio de Educación. Esta tensión se vive día a día. Desde el momento en que el docente llega al penal y debe golpear la reja de entrada. El procedimiento siempre es el mismo. Los ojos de los agentes penitenciarios que miran al educador como un intruso, un desconocido, “es como pedir permiso en tu lugar de trabajo”, dice Fernanda. La presentación de documentos, la requisa. Una, dos, tres, cuatro, cinco rejas que hay que atravesar para llegar al espacio donde funciona el aula. “Muchas veces nos dicen ‘hoy no van a dar clases por razones de seguridad’, dentro del espectro de razones de seguridad entran miles de motivos que no se explican bien, no se sabe cómo son”. La educación se presenta, así, como una lucha diaria, una conquista cotidiana.
En el informe (anti) carcelario “Cárceles de mala muerte”, Rodolfo Rodríguez, interno y estudiante del centro universitario Devoto (Buenos Aires), dice que “irrita la posibilidad de un pensamiento crítico, en la medida en que éste permita hacer visible lo que casi nadie quiere ver (…)”. La conjugación de prácticas opuestas en sus concepciones de las personas (sistema penitenciario versus sistema educativo), se presenta como peligrosa. Es por eso que Fernanda Marchese asegura que se debe trabajar desde lugares cuidados y respetuosos, pero con la información que tiene que haber. Esto, en sí mismo, supone una tensión. “Cómo trabajas la cuestión de generar conciencia y construcción de saberes que no terminen dañando otras cuestiones”, se pregunta, y la respuesta que ha encontrado en sus años de trabajo es que la educación tras las rejas es un espacio que se sostiene día a día, con compromiso, generando ámbitos para que las personas se posicionen subjetivamente desde otro lugar y resistan a esa lógica de disciplinamiento propia del espacio donde se desenvuelven. “Hay padres que han empezado a leer en el penal y ahora le leen a sus hijos”, dice dando cuenta de lo significativo de apropiarse de las palabras, de los saberes.
Los obstáculos son muchos. Uno de los grandes desafíos de la educación en general es lograr una inclusión concreta en el mundo del trabajo. En contextos de encierro este desafío se vuelve aún más complejo. “A nuestros estudiantes se les complica mucho conseguir un trabajo, es por eso que apuntamos fuertemente a los proyectos autogestionados, a los microemprendimientos”, apunta Ygel que no desconoce la situación de estigmatización y marginalidad por la que atraviesan las personas al salir en libertad. Y si bien el objetivo de la educación es lograr que el afuera los incluya, Fernanda no pierde de vista que es sumamente importante que el impacto se dé adentro, que la educación mejore la calidad de vida dentro de los centros penitenciarios.
La escuela, como cualquier escuela inserta en una comunidad, no podrá solucionar todos los problemas, las carencias, la vulneración de derechos de los contextos de encierro. Pero es el espacio donde las personas se transforman, se construyen, donde sueñan la libertad. Allí el dolor y la muerte están alejados. Se los toma, se los resignifica. La escuela en la cárcel es el último espacio de resistencia. De los cuerpos y de las mentes.